Por cuarta vez ha llegado a la Sala Pereda del Palacio de Festivales de Cantabria la compañía de Philippe Genty, en esta ocasión con su espectáculo La fin des terres, que lleva circulando con notable éxito por los escenarios de todo el mundo desde el año 2005. Para quienes ya conozcan el quehacer de Genty por alguno de los montajes que se han representado en Santander con anterioridad (el intelectual Línea de fuga fue el último de ellos), La fin des terres encierra bellas sorpresas aun en mitad de un lenguaje, una iconografía y unos recursos que resultan indudablemente familiares en las propuestas escénicas de esta compañía francesa; para quienes no hayan presenciado nunca ninguno de los espectáculos de Genty (aunque en este caso, también para sus conocedores), La fin des terres habrá resultado una obra hermosa pero inquietante, fascinante pero temible, irónica pero dolorida, silenciosa pero elocuente, poética pero cruel.
La fin des terres trata sobre los meandros del amor, sobre las trampas del sexo y sobre las esquivas posibilidades de la comunicación como puente de aproximación entre carne y sentimiento. La fin des terres es también un pequeño tratado sobre los miedos atávicos del hombre y la mujer, sobre las distintas sensibilidades de los sexos y sobre las confusiones y hasta intercambios que a veces se operan en ellos. La fin des terres es, por último, una exploración de las más características pulsiones humanas, entre las que se encuentran el ejercicio del poder y la persecución de los deseos.
El lenguaje que se emplea para hablar de todo esto no es otro que el de los sueños, el de la suprarealidad. La fin des terres no apela a un hilo narrativo explícito, sino que va presentando una serie de escenas aisladas, situadas en diversos entornos paisajísticos –el mar, un tren, una tormenta– y emocionales –íntimas burbujas, manos amenazantes–, con personajes variados –insectos monstruosos, hombres con sombreros y paraguas de Magritte, muñecos grotescos que caricaturizan la violencia de los sexos– y con elementos de fuerte carácter simbólico –maletas contenedoras de ilusiones, inyecciones disuasorias de las libertades, velos de novia que refrendan la realización de los deseos–. Para sustituir la efectiva renuncia a las palabras –a excepción de una escena de evidente carga sexual en que la obsesiva reiteración del monosílabo 'oui/sí' va subrayando las ascendientes cotas de placer carnal– se apela a un acertado uso de la música, en este caso a cargo de Serge Houppin y Henry Torgue, pareja de compositores prácticamente inseparables que han participado en la mayoría de los espectáculos de Philippe Genty y así mismo en muchos de los proyectos de danza de Jean-Claude Gallotta. Los temas electrónicos de Houppin y Torgue van marcando el ritmo de los movimientos de los personajes, autómatas naturales en un mundo automático, mientras la luz –diseñada con auténtica exquisitez y ya veteranía por Philippe Genty y Emmanuel Laborde– presenta de modo verdaderamente espectacular los diferentes pasajes sentimentales de los personajes implicados; en idéntico sentido actúa el vestuario, etéreo y delicado, pero pleno de colores y significados emotivos.
Las propuestas escénicas de Philippe Genty funcionan, desde el punto de vista formal, con la precisión de un reloj suizo. A la impecable dirección de Genty y Underwood se suma la adición de elementos (paneles móviles, zonas oscuras, objetos que “mágicamente” aparecen y desaparecen, plásticos de enorme proporciones que funcionan como burbujas o mar o nubes) que unas veces delimitan físicamente el escenario, otras lo enriquecen y hasta barroquizan extraordinariamente, pero siempre desde una concepción de absoluta limpieza expresiva y, sobre todo, con una eficacia intachable que cabe atribuir a un gran equipo técnico (no en vano los técnicos recibieron tantos aplausos al final del espectáculo como los propios intérpretes).
No ha dejado de sorprenderme la manifestación de una de las protagonistas principales, Nancy Rusek, en la presentación a la prensa de La fin des terres, al afirmar que es este un espectáculo para todas las edades, para ser visto en familia. Si es cierto que visualmente hay factores que pueden hacer muchas de las escenas muy atractivas para los niños (las imágenes más oníricas, más serenas y bellas, más coloristas), hay en cambio escenas que no me parecen recomendables en absoluto: por un lado, aquellas que apelan a las decepciones y anhelos más profundos del Hombre, que es preciso haber experimentado para comprenderlos; por otro lado, aquellas otras que inciden en los aspectos más perversos o crueles de las relaciones hombre-mujer (el pasaje del insecto es angustioso e incluso roza lo repulsivo, y el de los dos grandes muñecos, a pesar de su evidente ironía, resulta también muy duro).
Espectáculo a caballo entre el teatro, el ilusionismo, la danza, el mimo y casi el circo (pienso en agrupaciones muy sui generis como el Cirque du Soleil, con que la compañía de Philippe Genty guarda un sutil parentesco), La fin des terres que ha podido contemplarse en el Palacio de Festivales en este viernes y sábado pasados ha constituido una innegable oportunidad para el gozo estético y a la vez para la reflexión sobre cuanto deseamos, quiénes somos y cómo nos relacionamos. Cuando, en el cuadro final, la protagonista del complicado viaje escénico se pierde con su maleta entre un mar de nubes –versión femenina de aquel caballero ensoñado de C.D. Friedrich– nos queda la sensación de haber asistido a una hermosa y dura búsqueda, una búsqueda como este mismo mes de abril; ya Eliot nos enseñó que abril era, antes que nada, cruel y bello.
La fin des terres trata sobre los meandros del amor, sobre las trampas del sexo y sobre las esquivas posibilidades de la comunicación como puente de aproximación entre carne y sentimiento. La fin des terres es también un pequeño tratado sobre los miedos atávicos del hombre y la mujer, sobre las distintas sensibilidades de los sexos y sobre las confusiones y hasta intercambios que a veces se operan en ellos. La fin des terres es, por último, una exploración de las más características pulsiones humanas, entre las que se encuentran el ejercicio del poder y la persecución de los deseos.
El lenguaje que se emplea para hablar de todo esto no es otro que el de los sueños, el de la suprarealidad. La fin des terres no apela a un hilo narrativo explícito, sino que va presentando una serie de escenas aisladas, situadas en diversos entornos paisajísticos –el mar, un tren, una tormenta– y emocionales –íntimas burbujas, manos amenazantes–, con personajes variados –insectos monstruosos, hombres con sombreros y paraguas de Magritte, muñecos grotescos que caricaturizan la violencia de los sexos– y con elementos de fuerte carácter simbólico –maletas contenedoras de ilusiones, inyecciones disuasorias de las libertades, velos de novia que refrendan la realización de los deseos–. Para sustituir la efectiva renuncia a las palabras –a excepción de una escena de evidente carga sexual en que la obsesiva reiteración del monosílabo 'oui/sí' va subrayando las ascendientes cotas de placer carnal– se apela a un acertado uso de la música, en este caso a cargo de Serge Houppin y Henry Torgue, pareja de compositores prácticamente inseparables que han participado en la mayoría de los espectáculos de Philippe Genty y así mismo en muchos de los proyectos de danza de Jean-Claude Gallotta. Los temas electrónicos de Houppin y Torgue van marcando el ritmo de los movimientos de los personajes, autómatas naturales en un mundo automático, mientras la luz –diseñada con auténtica exquisitez y ya veteranía por Philippe Genty y Emmanuel Laborde– presenta de modo verdaderamente espectacular los diferentes pasajes sentimentales de los personajes implicados; en idéntico sentido actúa el vestuario, etéreo y delicado, pero pleno de colores y significados emotivos.
Las propuestas escénicas de Philippe Genty funcionan, desde el punto de vista formal, con la precisión de un reloj suizo. A la impecable dirección de Genty y Underwood se suma la adición de elementos (paneles móviles, zonas oscuras, objetos que “mágicamente” aparecen y desaparecen, plásticos de enorme proporciones que funcionan como burbujas o mar o nubes) que unas veces delimitan físicamente el escenario, otras lo enriquecen y hasta barroquizan extraordinariamente, pero siempre desde una concepción de absoluta limpieza expresiva y, sobre todo, con una eficacia intachable que cabe atribuir a un gran equipo técnico (no en vano los técnicos recibieron tantos aplausos al final del espectáculo como los propios intérpretes).
No ha dejado de sorprenderme la manifestación de una de las protagonistas principales, Nancy Rusek, en la presentación a la prensa de La fin des terres, al afirmar que es este un espectáculo para todas las edades, para ser visto en familia. Si es cierto que visualmente hay factores que pueden hacer muchas de las escenas muy atractivas para los niños (las imágenes más oníricas, más serenas y bellas, más coloristas), hay en cambio escenas que no me parecen recomendables en absoluto: por un lado, aquellas que apelan a las decepciones y anhelos más profundos del Hombre, que es preciso haber experimentado para comprenderlos; por otro lado, aquellas otras que inciden en los aspectos más perversos o crueles de las relaciones hombre-mujer (el pasaje del insecto es angustioso e incluso roza lo repulsivo, y el de los dos grandes muñecos, a pesar de su evidente ironía, resulta también muy duro).
Espectáculo a caballo entre el teatro, el ilusionismo, la danza, el mimo y casi el circo (pienso en agrupaciones muy sui generis como el Cirque du Soleil, con que la compañía de Philippe Genty guarda un sutil parentesco), La fin des terres que ha podido contemplarse en el Palacio de Festivales en este viernes y sábado pasados ha constituido una innegable oportunidad para el gozo estético y a la vez para la reflexión sobre cuanto deseamos, quiénes somos y cómo nos relacionamos. Cuando, en el cuadro final, la protagonista del complicado viaje escénico se pierde con su maleta entre un mar de nubes –versión femenina de aquel caballero ensoñado de C.D. Friedrich– nos queda la sensación de haber asistido a una hermosa y dura búsqueda, una búsqueda como este mismo mes de abril; ya Eliot nos enseñó que abril era, antes que nada, cruel y bello.
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