“Observó por primera vez los pequeños personajes en azul, la arena rosa y, por último, la preciosa materia del pequeño fragmento de pared amarilla. Se le acentuó el marco; fijaba la mirada en el precioso panelito de pared como un niño en una mariposa que quiere coger. ‘Así debiera saber escribir yo’ –se decía Bergotte– ‘que mi frase fuera preciosa por ella misma, como ese pequeño panel amarillo, el detalle que con tanta ciencia y tanto refinamiento pintó un artista desconocido para siempre, identificado apenas bajo el nombre de Vermeer’...”. De este modo hablaba Bergotte por boca de Marcel Proust en su “En busca del tiempo perdido” (más concretamente en ‘La prisionera’), refiriéndose al cuadro “Vista de Delft”. El peculiar empleo del amarillo, junto con el de los grises y azules, fascinaba no sólo a Proust, sino específicamente a Van Gogh; como a muchos otros personajes decimonónicos, porque Vermeer nació a la historia de la pintura básicamente en el siglo XIX.
Todavía hay oportunidad de acercarse hasta Madrid a disfrutar de la excelente exposición que, en el Museo del Prado, alberga algunos de los mejores y más célebres óleos del enigmático pintor holandés: “La tasadora de perlas”, “La carta”, “Joven mujer con jarra de agua junto a la ventana”, “La muchacha del sombrero rojo”, “El arte de la pintura”... Junto a la obra de Vermeer pueden contemplarse –acompañadas, todo hay que decirlo, por cartelas con observaciones un tanto freudianas sobre la temática de las obras– algunas muestras de otros artistas también fundamentales en esas escenas de interior que constituyen una seña ineludible de identidad en la pintura holandesa del XVII: Pieter de Hooch, Jan Steen, Gerard Dou, Gerard ter Borch, Gabriel Metsu. Desgraciadamente, no ha sido excesivo el hincapié publicitario que se ha hecho en la presencia de la obra de estos últimos nombres –deliciosa no obstante–, probablemente por ser menos conocidos y por haberse abatido sobre ellos la más que alargada sombra del indiscutible maestro de Delft. Un maestro en quien, sin embargo, pueden rastrearse huellas e influencias de aquellos coetáneos.
La muestra de Vermeer recupera una singular, ya casi antigua, manera de acercarse al arte. Al margen de las riquezas y contrastes cromáticos, de su luz extraordinaria (esa luz que no es nunca artificial, como decía Thoré; esa luz que se filtra con absoluta perfección por las ventanas), del preciosismo inacabable en los detalles, la pintura de Vermeer no se detiene en lo meramente sensorial, por estimulante que este aspecto sea. Un lienzo de Vermeer es como una película de Bergman: diáfano en su realización material pero colmado de significados, de símbolos que acechan en el más nimio objeto o en la composición. Vermeer de Delft es, además, cantor de lo individual y sinuoso perfilador de psicologías –sobre todo femeninas–, por no hablar de la nada grosera erudición que late en sus escenas, con sutiles y continuas referencias a la Historia, la Filosofía o el Arte (alguien ha dicho que Vermeer es la realización de Montaigne en imágenes). El maestro de Delft nos propone, en consecuencia, un retorno a la pintura intelectual, a la pintura reflexiva, a la pintura del conocimiento.
Únicamente así puede entenderse el recurso constante a la geometría de composición y elementos. Vermeer no sólo pintaba azulejos porque la ciudad de Delft los produjera en cantidad –aunque esto era un hecho–, ni estrictamente por influjo –innegable, desde luego– de Hooch, sino porque constituían una oportunidad de integrar en sus cuadros la geometría, doctrina fundamental en el XVII (no olvidemos que la “Ética” de Spinoza se subtitulaba “Compuesta según el orden geométrico”). Así también cabe entenderse el empleo de las alusiones a la música como referencia a la armonía –muy en línea con la filosofía del momento– o su propia concepción de la obra pictórica como una comedia visualizada de la realidad, en consonancia con el más puro Cicerón, con lo que entra en juego un componente esencial en el pintor de Delft: el de la ironía, o cuestionamiento de la apariencia de la escena descrita en el lienzo; la virtud es máscara de ocultos vicios, la luz alumbra las inclinaciones más oscuras.
Pero, aun con toda su carga intelectual, el secreto de Vermeer reside en la intuición. Intuición que conduce a quien la emplea hacia el misterio: el misterio que alienta los objetos que reposan en las partes sombreadas del lienzo, el misterio que late en la décima de segundo en que una mujer duda entre el decoro y el arrebato (entre el interior y el mundo), el misterio que encubre un zapato femenino abandonado, el misterio que celosamente protegen tantos personajes que nos dan la espalda en los cuadros de Vermeer de Delft. Incluso la ironía de Vermeer es misteriosa, nunca sarcásticamente explícita como la de Steen, ni tímida como la de Borch, ni opaca y desdeñosa como la de Hooch.
La ironía y el misterio que dominaron la propia biografía de Vermeer –tan accidentada, tan oscilante, tan llena de sombras– destilaron en una acrobacia casi inimaginable toda esa belleza que hoy, serenamente, aún nos asombra en el arte sutil de sus escenas.
Todavía hay oportunidad de acercarse hasta Madrid a disfrutar de la excelente exposición que, en el Museo del Prado, alberga algunos de los mejores y más célebres óleos del enigmático pintor holandés: “La tasadora de perlas”, “La carta”, “Joven mujer con jarra de agua junto a la ventana”, “La muchacha del sombrero rojo”, “El arte de la pintura”... Junto a la obra de Vermeer pueden contemplarse –acompañadas, todo hay que decirlo, por cartelas con observaciones un tanto freudianas sobre la temática de las obras– algunas muestras de otros artistas también fundamentales en esas escenas de interior que constituyen una seña ineludible de identidad en la pintura holandesa del XVII: Pieter de Hooch, Jan Steen, Gerard Dou, Gerard ter Borch, Gabriel Metsu. Desgraciadamente, no ha sido excesivo el hincapié publicitario que se ha hecho en la presencia de la obra de estos últimos nombres –deliciosa no obstante–, probablemente por ser menos conocidos y por haberse abatido sobre ellos la más que alargada sombra del indiscutible maestro de Delft. Un maestro en quien, sin embargo, pueden rastrearse huellas e influencias de aquellos coetáneos.
La muestra de Vermeer recupera una singular, ya casi antigua, manera de acercarse al arte. Al margen de las riquezas y contrastes cromáticos, de su luz extraordinaria (esa luz que no es nunca artificial, como decía Thoré; esa luz que se filtra con absoluta perfección por las ventanas), del preciosismo inacabable en los detalles, la pintura de Vermeer no se detiene en lo meramente sensorial, por estimulante que este aspecto sea. Un lienzo de Vermeer es como una película de Bergman: diáfano en su realización material pero colmado de significados, de símbolos que acechan en el más nimio objeto o en la composición. Vermeer de Delft es, además, cantor de lo individual y sinuoso perfilador de psicologías –sobre todo femeninas–, por no hablar de la nada grosera erudición que late en sus escenas, con sutiles y continuas referencias a la Historia, la Filosofía o el Arte (alguien ha dicho que Vermeer es la realización de Montaigne en imágenes). El maestro de Delft nos propone, en consecuencia, un retorno a la pintura intelectual, a la pintura reflexiva, a la pintura del conocimiento.
Únicamente así puede entenderse el recurso constante a la geometría de composición y elementos. Vermeer no sólo pintaba azulejos porque la ciudad de Delft los produjera en cantidad –aunque esto era un hecho–, ni estrictamente por influjo –innegable, desde luego– de Hooch, sino porque constituían una oportunidad de integrar en sus cuadros la geometría, doctrina fundamental en el XVII (no olvidemos que la “Ética” de Spinoza se subtitulaba “Compuesta según el orden geométrico”). Así también cabe entenderse el empleo de las alusiones a la música como referencia a la armonía –muy en línea con la filosofía del momento– o su propia concepción de la obra pictórica como una comedia visualizada de la realidad, en consonancia con el más puro Cicerón, con lo que entra en juego un componente esencial en el pintor de Delft: el de la ironía, o cuestionamiento de la apariencia de la escena descrita en el lienzo; la virtud es máscara de ocultos vicios, la luz alumbra las inclinaciones más oscuras.
Pero, aun con toda su carga intelectual, el secreto de Vermeer reside en la intuición. Intuición que conduce a quien la emplea hacia el misterio: el misterio que alienta los objetos que reposan en las partes sombreadas del lienzo, el misterio que late en la décima de segundo en que una mujer duda entre el decoro y el arrebato (entre el interior y el mundo), el misterio que encubre un zapato femenino abandonado, el misterio que celosamente protegen tantos personajes que nos dan la espalda en los cuadros de Vermeer de Delft. Incluso la ironía de Vermeer es misteriosa, nunca sarcásticamente explícita como la de Steen, ni tímida como la de Borch, ni opaca y desdeñosa como la de Hooch.
La ironía y el misterio que dominaron la propia biografía de Vermeer –tan accidentada, tan oscilante, tan llena de sombras– destilaron en una acrobacia casi inimaginable toda esa belleza que hoy, serenamente, aún nos asombra en el arte sutil de sus escenas.
Comentarios
Fue acusado de traición a la patria por vender un cuadro de un héroe nacional al enemigo y la pena podría ser la muerte. Acorralado debió confesar que el autor era él y no vermeer. El juez no le creyó y le pidió que lo comprobara ante testigos, la policía y abogados. Por supuesto lo hizo, pintó el cristo joven, una verdadera obra maestra, se elevó a celebridad nacional por engañar al enemigo vendiéndole una obra falsa y sólo fue juzgado por falsificación. Murió mientras cumplía su condena de un año.
Saludos
Vermeer no es mejor que Rembrandt: es distinto. Usan lenguajes que tienen muy poco que ver, sus recursos son espléndidos en uno y otro caso, pero no están emparentados. Yo personalmente prefiero a Vermeer por sus historias enterradas. Rembrandt, en cambio, ofrece casi todas las claves. Yo sigo creyendo en los misterios.