Hay tumbas que por más que se blanquean despiden de continuo el mismo olor caduco. Hay Informes sobre Ciegos y ciegos que persisten en dar siempre el mismo informe. Hay heroínas que padecen los informes de estos ciegos y hasta hay otras que se juegan el pellejo –intelectual, cuando no el otro– en tales lides.
Sistemáticamente, año tras año o revista tras revista o libro tras libro, hay quien se empeña en reanimar la moribunda cuestión de la literatura de mujeres. Una literatura que ya empieza a resultar literhartura. Una literatura que, con semejante denominación de origen, bien podría embotellarse y arrojarse a las negras aguas del Leteo.
De entrada, me parece que pretender discernir entre los pliegues de un libro el sexo de sus palabras es, amén de oficio propio de comadronas, una parcelación insostenible de la realidad. De no ser así, habría libros y libras. Pero las libras, es bien conocido, son otra cosa diferente. Podría entonces resultar interesante intentar aquilatar a quién beneficia esta línea –más de burda sutura que sutil– que supuestamente existe entre el discurso femenino y el masculino. A las mujeres no, eso parece claro: la “literatura de género”, así etiquetada, se convierte en realidad en un subgénero de la literatura. Mal asunto.
Por no decir que con tales planteamientos se está alentando indirectamente otro problema. Pues si admitimos la existencia de una literatura “de” mujeres, es casi obligado pensar en la aterradora posibilidad de una literatura “para” mujeres: una literatura en que las mujeres reconocerían tics y códigos particulares, una literatura sectaria y eleusina, viciadamente circular. Una literatura que se torna así literastuta y perversa por parte de quienes la postulan, a saber con qué oscuras pretensiones; literatura-trampa que seduce con sus falsos cánticos de liberación mal entendida.
Los predicadores (sic) de la literatura de mujeres se esfuerzan ciegamente en hacer historia del invento como si fuera algo reciente. Nada más incierto. Las mujeres escribieron ya desde el comienzo de los tiempos. Otra cosa es que lo hayan tenido mucho más difícil que los hombres –lo que a estas alturas es más que sabido–, aunque no sólo en la literatura. Pero lo auténticamente peligroso de esa infrahistoria literaria es su afán por presentar como real un catálogo de frustraciones seculares –y con frecuencia sexuales– que la actual pluma femenina se aplicara en combatir, olvidando que Safo se dio el lujazo de ser obscena ya en el siglo VII a.C.
Tal vez podríamos invertir las tornas y pensar en comenzar una historia de la literatura masculina. Habría que rastrear los traumas ancestrales y carencias afectivas del macho, sus represiones primarias y manías patológicas, y las correspondientes fórmulas empleadas para contrarrestar todo ese íntimo bagaje cultural –que también existe. Porque algunas mujeres empezamos a cansarnos de desnudar nuestras debilidades ante siempre el mismo espectador impasible y eterno (no lo nombro por si las susceptibilidades sexistas), que se regodea lujurioso y a cubierto en el acto de la contemplación: la contemplación de una miseria ajena que juega a ser, sin conseguirlo, una exhibicionista heroicidad. Intercambiemos penalidades y determinismos y desprecios y enconos. Seamos todos por igual cobayas de la –por supuesto, inocente– crítica literaria y demos a cada cual lo suyo, que si de saldar cuentas estilísticas se trata, aquí hay caño sobrado para todos.
Sistemáticamente, año tras año o revista tras revista o libro tras libro, hay quien se empeña en reanimar la moribunda cuestión de la literatura de mujeres. Una literatura que ya empieza a resultar literhartura. Una literatura que, con semejante denominación de origen, bien podría embotellarse y arrojarse a las negras aguas del Leteo.
De entrada, me parece que pretender discernir entre los pliegues de un libro el sexo de sus palabras es, amén de oficio propio de comadronas, una parcelación insostenible de la realidad. De no ser así, habría libros y libras. Pero las libras, es bien conocido, son otra cosa diferente. Podría entonces resultar interesante intentar aquilatar a quién beneficia esta línea –más de burda sutura que sutil– que supuestamente existe entre el discurso femenino y el masculino. A las mujeres no, eso parece claro: la “literatura de género”, así etiquetada, se convierte en realidad en un subgénero de la literatura. Mal asunto.
Por no decir que con tales planteamientos se está alentando indirectamente otro problema. Pues si admitimos la existencia de una literatura “de” mujeres, es casi obligado pensar en la aterradora posibilidad de una literatura “para” mujeres: una literatura en que las mujeres reconocerían tics y códigos particulares, una literatura sectaria y eleusina, viciadamente circular. Una literatura que se torna así literastuta y perversa por parte de quienes la postulan, a saber con qué oscuras pretensiones; literatura-trampa que seduce con sus falsos cánticos de liberación mal entendida.
Los predicadores (sic) de la literatura de mujeres se esfuerzan ciegamente en hacer historia del invento como si fuera algo reciente. Nada más incierto. Las mujeres escribieron ya desde el comienzo de los tiempos. Otra cosa es que lo hayan tenido mucho más difícil que los hombres –lo que a estas alturas es más que sabido–, aunque no sólo en la literatura. Pero lo auténticamente peligroso de esa infrahistoria literaria es su afán por presentar como real un catálogo de frustraciones seculares –y con frecuencia sexuales– que la actual pluma femenina se aplicara en combatir, olvidando que Safo se dio el lujazo de ser obscena ya en el siglo VII a.C.
Tal vez podríamos invertir las tornas y pensar en comenzar una historia de la literatura masculina. Habría que rastrear los traumas ancestrales y carencias afectivas del macho, sus represiones primarias y manías patológicas, y las correspondientes fórmulas empleadas para contrarrestar todo ese íntimo bagaje cultural –que también existe. Porque algunas mujeres empezamos a cansarnos de desnudar nuestras debilidades ante siempre el mismo espectador impasible y eterno (no lo nombro por si las susceptibilidades sexistas), que se regodea lujurioso y a cubierto en el acto de la contemplación: la contemplación de una miseria ajena que juega a ser, sin conseguirlo, una exhibicionista heroicidad. Intercambiemos penalidades y determinismos y desprecios y enconos. Seamos todos por igual cobayas de la –por supuesto, inocente– crítica literaria y demos a cada cual lo suyo, que si de saldar cuentas estilísticas se trata, aquí hay caño sobrado para todos.
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