Con la aparición de la última y breve novela de Gabriel García Márquez hemos asistido a un fenómeno difícil de asimilar en estos tiempos en que la zafiedad, el prosaísmo y la carroña acaparan casi en exclusiva primeras planas de periódico y programas de pantalla y ondas. Me refiero al hecho de que en los noticiarios de radio y televisión, incluso en los más breves, entre col y col –que es como decir entre churro y churro, entre bomba y bomba, entre corrupción y corrupción, entre famosillo y famosillo– los locutores han deslizado la lindeza de que un libro se hallaba a nuestra disposición en las librerías; situación ciertamente mágica, aunque no realista –más bien surrealista–, que sin duda no esperaría ni siquiera uno de los doce hijos –premio Nobel, por más señas– del empobrecido telegrafista de Aracataca. Y sin embargo, es cierto que la publicación de ‘Memoria de mis putas tristes’ ha copado telediarios y colmado páginas y páginas en un momento en que la literatura es menos diaria que nunca y hasta, según en qué lugares, está perdiendo los papeles.
Tras la anunciada aparición, los suplementos culturales –o por mejor concretar, algunos de sus críticos– se han arrojado sobre la obra en cuestión, recién nacida e indefensa, con su precipitación característica de análisis solapado (digo solapado no por fino o subrepticio, sino por basarse en solapa y/o primeras páginas). En mi caso, que no había leído aún la novela por aquello de eludir las colas, estaba sorprendida por el paralelismo que repetidamente se mantenía en los citados suplementos entre la ‘Memoria de mis putas tristes’ del novelista colombiano y ‘La casa de las bellas durmientes’, del noble y también Nobel Kawabata. Habiendo frecuentado suficientemente a ambos –como cualquier lector medio, me imagino–, no entendía la pertinencia de la similitud, ni tampoco la sagaz coincidencia de los críticos (sagaces como pocos entre los humanos) en lo que parecía un disparate. Hasta que compré la novela y vi que en su primera página, como cita de cabecera, aparecía una bellísima referencia del escritor de Osaka. ‘Fiat lux’. Y se hizo, en efecto, poniendo en evidencia que algunos han tenido por claro paralelo lo que no es sino mera y remota inspiración.
Por si alguien no conoce el argumento a estas alturas, ‘Memoria de mis putas tristes’ narra el súbito deseo de un nonagenario, en el día mismo de su aniversario, de mantener relaciones sexuales con una muchacha virgen. Esto, que así expuesto podría convertirse en una repulsiva novela pornográfica en la pluma de una premio Planeta cualquiera –es un decir–, deviene en las manos de García Márquez historia de amor delirante, triste y utópica (perdón por la tautología: toda utopía lo es por triste y delirante).
Porque el intríngulis del caso, y de ahí la relación con las putas orientales de Yasunari Kawabata, es que la amada del nonagenario ni es puta ni llega a abrir los ojos (ni la boca, por supuesto) en toda la novela. Exactamente lo mismo sucede en ‘La casa de las bellas durmientes’ –las muchachas no son propiamente prostitutas, no son profanadas y no llegan siquiera a despertarse, pues están narcotizadas– pero es obvio que el tono y hasta el tema son bien distintos. En la magnífica novela del japonés la situación encierra una perversión elegantísima, propia de un contexto tan civilizado como decrépito. Las gélidas féminas de Kawabata y su relamido cubículo están harto distantes del sórdido burdel de la desjarretada pero vivaz Rosa Cabarcas. Por otro lado, la luz tiene mucho que decir en las dos obras: frente al sol calcinante que persigue al hijo de Florina de Dios Cargamantos a todas las horas del día, un sol que hace bullir por igual la vida y el absurdo, el “anciano” Eguchi (anciano aun en la cincuentena, del mismo modo que todos los “ancianos” personajes de Tanizaki) cree que es “en la oscuridad del mundo donde están enterradas todas las variedades de la transgresión”. La tradición japonesa –la tradición japonesa refinada, degradada y decadente– halla su óptimo acomodo entre las sombras, en ese oscuro entorno de placer y de belleza artificial que florece por las noches y se desvanece con el alba, como Kazuo Ishiguro perfiló poéticamente en ‘Un artista del mundo flotante’. Por el contrario, en el entorno un tanto cándido y nunca pérfido de Hispanoamérica, y en especial en el de Gabriel García Márquez, la transgresión no halla lugar, sencillamente porque cualquier realidad, por irreal que sea, es posible.
A partir de aquí podemos entender que las entrañables “putas” del novelista colombiano puedan tender un puente hacia las marmóreas “putas” del Extremo Oriente, pero sin perder un ápice de su sustancia personal e intransferible. La misma sustancia, por cierto, que se paladea en todas las páginas de ‘Memoria de mis putas tristes’. El devoto lector de García Márquez encontrará en su última novela todos los ingredientes habituales del autor, me pregunto si tal vez aderezados con exceso de oficio: antepasados novelescos, situaciones surreales, supervivientes inasequibles al desaliento, encuentros providenciales, amores desquiciados… todo lo cual, sazonado con un humor condescendiente, transcurre en mitad de una pausada reflexión sobre el tiempo y la edad, en mitad también de un mundo que se tambalea y desmorona para dejar paso a otro no menos incierto.
La salvación a esta marea la encuentra García Márquez en el puro amor. Porque es necesario aventurar una respuesta cuando la belleza se marchita y no se sabe qué queda balbuciendo en su lugar.
Tras la anunciada aparición, los suplementos culturales –o por mejor concretar, algunos de sus críticos– se han arrojado sobre la obra en cuestión, recién nacida e indefensa, con su precipitación característica de análisis solapado (digo solapado no por fino o subrepticio, sino por basarse en solapa y/o primeras páginas). En mi caso, que no había leído aún la novela por aquello de eludir las colas, estaba sorprendida por el paralelismo que repetidamente se mantenía en los citados suplementos entre la ‘Memoria de mis putas tristes’ del novelista colombiano y ‘La casa de las bellas durmientes’, del noble y también Nobel Kawabata. Habiendo frecuentado suficientemente a ambos –como cualquier lector medio, me imagino–, no entendía la pertinencia de la similitud, ni tampoco la sagaz coincidencia de los críticos (sagaces como pocos entre los humanos) en lo que parecía un disparate. Hasta que compré la novela y vi que en su primera página, como cita de cabecera, aparecía una bellísima referencia del escritor de Osaka. ‘Fiat lux’. Y se hizo, en efecto, poniendo en evidencia que algunos han tenido por claro paralelo lo que no es sino mera y remota inspiración.
Por si alguien no conoce el argumento a estas alturas, ‘Memoria de mis putas tristes’ narra el súbito deseo de un nonagenario, en el día mismo de su aniversario, de mantener relaciones sexuales con una muchacha virgen. Esto, que así expuesto podría convertirse en una repulsiva novela pornográfica en la pluma de una premio Planeta cualquiera –es un decir–, deviene en las manos de García Márquez historia de amor delirante, triste y utópica (perdón por la tautología: toda utopía lo es por triste y delirante).
Porque el intríngulis del caso, y de ahí la relación con las putas orientales de Yasunari Kawabata, es que la amada del nonagenario ni es puta ni llega a abrir los ojos (ni la boca, por supuesto) en toda la novela. Exactamente lo mismo sucede en ‘La casa de las bellas durmientes’ –las muchachas no son propiamente prostitutas, no son profanadas y no llegan siquiera a despertarse, pues están narcotizadas– pero es obvio que el tono y hasta el tema son bien distintos. En la magnífica novela del japonés la situación encierra una perversión elegantísima, propia de un contexto tan civilizado como decrépito. Las gélidas féminas de Kawabata y su relamido cubículo están harto distantes del sórdido burdel de la desjarretada pero vivaz Rosa Cabarcas. Por otro lado, la luz tiene mucho que decir en las dos obras: frente al sol calcinante que persigue al hijo de Florina de Dios Cargamantos a todas las horas del día, un sol que hace bullir por igual la vida y el absurdo, el “anciano” Eguchi (anciano aun en la cincuentena, del mismo modo que todos los “ancianos” personajes de Tanizaki) cree que es “en la oscuridad del mundo donde están enterradas todas las variedades de la transgresión”. La tradición japonesa –la tradición japonesa refinada, degradada y decadente– halla su óptimo acomodo entre las sombras, en ese oscuro entorno de placer y de belleza artificial que florece por las noches y se desvanece con el alba, como Kazuo Ishiguro perfiló poéticamente en ‘Un artista del mundo flotante’. Por el contrario, en el entorno un tanto cándido y nunca pérfido de Hispanoamérica, y en especial en el de Gabriel García Márquez, la transgresión no halla lugar, sencillamente porque cualquier realidad, por irreal que sea, es posible.
A partir de aquí podemos entender que las entrañables “putas” del novelista colombiano puedan tender un puente hacia las marmóreas “putas” del Extremo Oriente, pero sin perder un ápice de su sustancia personal e intransferible. La misma sustancia, por cierto, que se paladea en todas las páginas de ‘Memoria de mis putas tristes’. El devoto lector de García Márquez encontrará en su última novela todos los ingredientes habituales del autor, me pregunto si tal vez aderezados con exceso de oficio: antepasados novelescos, situaciones surreales, supervivientes inasequibles al desaliento, encuentros providenciales, amores desquiciados… todo lo cual, sazonado con un humor condescendiente, transcurre en mitad de una pausada reflexión sobre el tiempo y la edad, en mitad también de un mundo que se tambalea y desmorona para dejar paso a otro no menos incierto.
La salvación a esta marea la encuentra García Márquez en el puro amor. Porque es necesario aventurar una respuesta cuando la belleza se marchita y no se sabe qué queda balbuciendo en su lugar.
Comentarios
Lo encontré demasiado pobre.
Saludos