Hace quince años, en un paraninfo atestado de estudiantes, oí por primera vez, sentada en el suelo, la voz de Félix Lope de Vega, estremecida de dolor por la locura de su amada Marta. Aquella voz tenía la consistencia de la piedra, el latido del trueno, el púdico temblor de la palabra en un poema. Aquella voz terrible era la voz de Pepe Hierro, leyendo unos versos, aún inéditos, en que el gran maestro del Siglo de Oro sufría y nos hablaba de la pérdida de lo que amamos.
Pocos años más tarde, no más de cuatro, en la UIMP, volví a encontrar a Pepe. Siempre que releo mi ejemplar de Quinta del 42, hay en la página de guarda una ciudad onírica de tinta y vino, con su puerto de barcas soñadas e imposibles, que me recuerda aquellos días de convivencia e intercambio, aquellas horas de búsqueda de poesía, aquellas conversaciones que convirtieron un verano frágil en un lugar anclado para siempre en mi memoria de escritora. De esa experiencia surgió incluso algún poema, un homenaje agradecido y silencioso que apareció en mi primer libro.
Después de aquello sobrevino la amistad, y hubo muchos más dibujos, y más poesía, y más encuentros, en cursos, en casa de amigos comunes, en actos literarios, en premios, en cafés sencillos y anacrónicos de los que a Pepe le gustaban. Su voz siempre presente en todo ello, su voz poderosa que aniquilaba toda resistencia, su voz de metal noble que engrandecía cada palabra que entregaba. Y sus manos. Sus manos que trazaban los poemas en el aire, las mismas que hacían único cada libro que firmaba, llenas de intensidad en cada gesto transformado en poesía. Manos que, entre asombrada y admirada, no pude evitar fotografiar en otra tarde de verano, en que Pepe perfilaba con afán uno de sus autorretratos. Tus manos, Pepe, tus manos minerales nacidas para el arte.
Hace un par de años, en la Universidad, en un curso de Poesía Española Contemporánea, se me quebró la voz. Estaba leyendo a mis alumnos un poema sobre el tiempo y la memoria; un poema escrito, como todos los de Pepe, y como él mismo decía, con palabras como bisturíes, con palabras afiladas para sajar la carne. La carne, la voz y el corazón; en soledad e incluso en público, en una tarima si es preciso, delante de setenta personas. Y aquel momento de flaqueza no fue tan sólo mío, fue de todos. Un momento compartido de silencio que duró varios minutos, un momento en que un poema de contundencia aterradora logró adueñarse de un recinto por completo y purificarlo con lágrimas furtivas.
Esta contundencia, esta falta de piedad con las palabras, posiblemente sea la que ha hecho de Pepe un poeta universal, un poeta sin fronteras. Pepe Hierro ha recreado un lenguaje que es de todos, ha tocado el centro mismo del dolor más neto, de lo que más nos puede atormentar en vida, que no es la muerte, como muchos piensan, sino el tiempo, y el recuerdo.
Pocos años más tarde, no más de cuatro, en la UIMP, volví a encontrar a Pepe. Siempre que releo mi ejemplar de Quinta del 42, hay en la página de guarda una ciudad onírica de tinta y vino, con su puerto de barcas soñadas e imposibles, que me recuerda aquellos días de convivencia e intercambio, aquellas horas de búsqueda de poesía, aquellas conversaciones que convirtieron un verano frágil en un lugar anclado para siempre en mi memoria de escritora. De esa experiencia surgió incluso algún poema, un homenaje agradecido y silencioso que apareció en mi primer libro.
Después de aquello sobrevino la amistad, y hubo muchos más dibujos, y más poesía, y más encuentros, en cursos, en casa de amigos comunes, en actos literarios, en premios, en cafés sencillos y anacrónicos de los que a Pepe le gustaban. Su voz siempre presente en todo ello, su voz poderosa que aniquilaba toda resistencia, su voz de metal noble que engrandecía cada palabra que entregaba. Y sus manos. Sus manos que trazaban los poemas en el aire, las mismas que hacían único cada libro que firmaba, llenas de intensidad en cada gesto transformado en poesía. Manos que, entre asombrada y admirada, no pude evitar fotografiar en otra tarde de verano, en que Pepe perfilaba con afán uno de sus autorretratos. Tus manos, Pepe, tus manos minerales nacidas para el arte.
Hace un par de años, en la Universidad, en un curso de Poesía Española Contemporánea, se me quebró la voz. Estaba leyendo a mis alumnos un poema sobre el tiempo y la memoria; un poema escrito, como todos los de Pepe, y como él mismo decía, con palabras como bisturíes, con palabras afiladas para sajar la carne. La carne, la voz y el corazón; en soledad e incluso en público, en una tarima si es preciso, delante de setenta personas. Y aquel momento de flaqueza no fue tan sólo mío, fue de todos. Un momento compartido de silencio que duró varios minutos, un momento en que un poema de contundencia aterradora logró adueñarse de un recinto por completo y purificarlo con lágrimas furtivas.
Esta contundencia, esta falta de piedad con las palabras, posiblemente sea la que ha hecho de Pepe un poeta universal, un poeta sin fronteras. Pepe Hierro ha recreado un lenguaje que es de todos, ha tocado el centro mismo del dolor más neto, de lo que más nos puede atormentar en vida, que no es la muerte, como muchos piensan, sino el tiempo, y el recuerdo.
Tiempo y recuerdos ya no pesan sobre él, aunque sí sobre nosotros, cuando abramos sus libros que moran en nuestra biblioteca, cuando hagamos el ejercicio de vivir o de escribir. Quién tuviera sus manos o su voz para luchar.
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