LA ANTIGÜEDAD EN EL CINE

Al pensar en la Historia de la Antigüedad en clave cinematográfica, resulta casi inevitable detener nuestra memoria en algunos hitos gloriosos “made in USA”, que tuvieron la virtud –no sé si dudosa– de colorear un par de décadas no demasiado lejanas de nuestra historia política y hasta personal –sobremanera la de nuestros padres. Por una parte, las superproducciones estadounidenses acercaron a los espectadores españoles –en realidad, a los de todo el mundo– una imagen peculiar del Mundo Antiguo que, nos guste o no, es la que ha modelado en gran parte el conocimiento que de aquella época se tiene, junto a las aportaciones de la novela histórica –tampoco despreciables, por cierto. En segundo término, las “películas de romanos”, como se las conoce en el argot popular –calificadas como “peplum” entre los iniciados– configuraron una tipología de diversión familiar y social en un contexto de opciones decididamente limitadas; la importancia sentimental o emocional de estas películas ha sido puesta de relieve incluso en alguna célebre canción (“Una de romanos”) de un agudo cantautor andaluz.
En todo caso, no deja de resultar curioso que se exportase desde Norteamérica la elaboración de una parcela de la Historia que no tuvo por escenario el continente americano y que, desde luego, nada tiene que ver con la “cultura” (perdónenme el empleo de las comillas) de los estadounidenses. Aunque, bien mirado, este factor no fue en absoluto casual. El empleo de la Antigüedad como argumento de autoridad o referente indirecto para la propagación y justificación de usos y abusos imperialistas –imperialistísimos, más bien– ha sido harto frecuente a lo largo de la Historia. Un ejemplo particularmente penoso lo encontramos en la Alemania del nazismo. Pero, por supuesto, el “star system” norteamericano, que nunca pierde comba cuando se trata de servir a los propósitos de su país, no se ha quedado atrás. Porque cabe preguntarse: ¿a qué tanto interés por el Mundo Clásico, y en especial por los romanos? (los griegos eran poco ambiciosos y demasiado filósofos). Para los americanos, que sitúan la Antigüedad en la pradera y que piensan que Augusto debió de ser un hermano de Búfalo Bill con la jeta de Clint Eastwood, la vieja Roma les sonaría como China si no tuviera un atractivo añadido. Y ese atractivo es el de la ideología que subrepticiamente puede transmitirse.
A la industria cinematográfica estadounidense nunca le ha importado Europa ni la Historia ni la verdad, y mucho menos combinadas, esto es, la historia europea o la verdad histórica. Por eso Elizabeth Taylor deja que se le transparenten bajo el peplo unos sujetadores despampanantes, y por eso también los conductores de cuadrigas lucen en su muñeca un buen reloj digital, ya que un romano que se precie –un romano de Hollywood– debe tener el tiempo controlado y saber exactamente cuándo va a morir o cuándo llegan los bárbaros. Si nos fijamos con detenimiento en “Espartaco”, seguro que vemos a Kirk Douglas zampándose una sólida hamburguesa, cogiendo calorías para luchar contra los malos. Lo importante, entonces, es otra cosa diferente. Lo importante es que haya unos caracteres definidos, que encarnen unos estereotipos fácilmente reconocibles y adaptables en cada momento a la verdad que se quiere presentar. En general, todas estas películas (no es éste el instante ni el lugar de detallarlo) cabe situarlas en coyunturas histórico-políticas muy concretas y delicadas, y –con independencia de los logros técnicos y artísticos que quieran señalarse en ellas, que también los hay– funcionan como elementos de propaganda inmejorables.
Sin embargo, no todo el cine de la Antigüedad es ese cine –que por otra parte, no nos parece desdeñable en absoluto. Un aspecto interesante de otras películas que acogen estos temas es precisamente el de la pervivencia de lo clásico en el presente, la reelaboración de contenidos relativos a la Historia Antigua con un óptica renovada. Películas en que lo histórico pasa necesariamente por lo intelectual, trascendiendo lo meramente narrativo; porque la Historia se salda siempre, finalmente, con un planteamiento de ideas. En ese sentido, por ejemplo, puede decir más sobre la Antigüedad esa primera escena, terrible, de la “Roma” de Federico Fellini, en que los mosaicos subterráneos se desvanecen al contacto con el aire decadente de la contemporaneidad (magistral metáfora del contraste de tiempos y culturas), que una exposición mediocre –o hasta brillante– de hechos históricos tergiversados. Ideales profundamente clásicos como el homérico del viaje, con todas sus connotaciones filosóficas de búsqueda y realización del ideal de Hombre en la Antigüedad, sobreviven con actualidad pasmosa en “La mirada de Ulises” de Theo Angelopoulos, desarrollada con la Grecia convulsa de finales del siglo XX como fondo.
Sea cual sea la opción disponible, y con la crítica activada, el cine constituye en nuestro tiempo una experiencia indispensable de acercamiento al hecho histórico. La Antigüedad se acerca hasta nosotros en imágenes inolvidables, nos ofrece su secreto sólo con que nos detengamos a mirar. Tomémoslo.

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