El poeta chileno Gonzalo Rojas acaba de recibir el Premio Cervantes. Demostración palpable y evidente de que, por fortuna –y con independencia de lo inspirado del resultado final–, los premios “cantados” a veces no lo están tanto. En esta ocasión, Mario Benedetti, que era mencionado como declarado ganador en los “pasillos” previos a la concesión del premio, ha quedado a la espera, un año más. Un año más, entonces, que seguir aprovechando en leer su poesía, por encima de galardones y medallas; otro año más para ahondar en el conocimiento de su obra y así no trastocarla, por ejemplo, con la de otro de los grandes nombres de la poesía hispanoamericana –Oliverio Girondo–, como en absurda confusión opina gran parte de la población española tras ver aquella película ligeramente extravagante de comienzos de los noventa dirigida por Eliseo Subiela, “El lado oscuro del corazón”.
La concesión del Cervantes a Gonzalo Rojas ha sido un tanto sorprendente por cuanto la poesía del chileno, como la de su compatriota Pablo Neruda, no goza hoy de la consideración que disfrutó en tiempos pasados. El verso marea, el verso cataclismo de Gonzalo Rojas, no está muy de moda en unos tiempos en que la poesía –no sólo la española, sino también la hispanoamericana– corre por derroteros estéticos muy distantes (en ocasiones para bien, en otras no tanto). Pero, en todo caso, desechar hoy a Gonzalo Rojas, al margen de estéticas concretas, sin duda se me antoja un problema de lectura, como podría serlo no tener en cuenta a Lezama Lima por escribir de modo harto barroco en un momento en que el simbolismo mítico no constituye precisamente el último grito.
Este “problema de lectura” no sólo atañe a la consideración de Rojas poeta “per se”, sino que también se ha desplazado a la estimación de los temas abordados por la poesía del chileno. A Gonzalo Rojas se le ha etiquetado como poeta del amor exaltado, del amor un tanto lujurioso, en realidad. En los medios de comunicación hemos leído y oído fragmentos escabrosos de su obra, amén de detalles de la vida personal de Rojas, referentes específicamente a sus relaciones amorosas. Todo ello incide en una visión parcial, distorsionada, de la obra del poeta –que, sin embargo, es lo que verdaderamente debería importarnos.
Gonzalo Rojas se inscribe, ya desde sus comienzos de publicación, cercanos los años cincuenta (“La miseria del hombre”, 1948), en un clima poético en que el registro social y hasta político de la palabra se practica de un modo intenso. A partir de la irónica obra del también chileno Nicanor Parra, con sus “Poemas y antipoemas” a modo de protesta contra la palabra poética aislada y privilegiada, desvinculada de su entorno, empieza a tejerse una lucha sutil, una suerte de denuncia que, no obstante, no tiene una traducción evidente –como pueda serlo la poesía social española de la misma época, y también cierta poesía de la “vanguardia comprometida” hispanoamericana, del estilo de Pablo Neruda o Juan Gelman–, sino que llega en cierto modo más allá en cuanto asunción ético-estética: se trasciende entonces la mera denuncia descriptiva para entrar en una denuncia conceptual; es una actitud no sólo de la palabra, sino incluso del lenguaje.
En el caso de Rojas, resulta indispensable a este respecto su mención constante al tiempo. Algo al parecer poco interesante para los contabilizadores de cópulas en los versos del chileno. La formación de filólogo clásico de Rojas tuvo un influjo decisivo a la hora de captar la determinación del tiempo en sus diferentes manifestaciones: el pasado histórico que aún duele, la memoria familiar de los ya idos que pugnan por volver, la ilusión de que lo pretérito puede encontrar una realización en el presente, la casi necesidad del “carpe diem” muchas veces ejemplificada en la urgencia del amor. Dado que la lengua poética en cierto modo es estéril para definir el mundo, cuánto más para cambiarlo (“Vamos sonámbulos/ en el oficio ciego, cautelosos y silenciosos, no brilla/ el orgullo de estas cuerdas, no cantamos, no/ somos augures de nada, no abrimos/ las vísceras de las aves para decir la suerte de nadie, necio/ sería que lloráramos”), el tiempo es el único ejercicio razonable que le queda al poeta, su estricta identidad (“Míseros los errantes, eso son nuestras sílabas: tiempo, no/ encanto, no repetición/ por la repetición, que gira y gira/ sobre/ sus espejos, no/ la elegancia de la niebla, no el suicidio:/ tiempo,/ paciencia de estrella, tiempo y más tiempo”).
Toda la poesía de Gonzalo Rojas son palabras para el tiempo. Bien distintas del canto de lo fugaz y del placer. Un retorno a los orígenes, al comienzo del lenguaje (“volverá a hablarse el etrusco”), al lugar donde la poesía nació y es.
La concesión del Cervantes a Gonzalo Rojas ha sido un tanto sorprendente por cuanto la poesía del chileno, como la de su compatriota Pablo Neruda, no goza hoy de la consideración que disfrutó en tiempos pasados. El verso marea, el verso cataclismo de Gonzalo Rojas, no está muy de moda en unos tiempos en que la poesía –no sólo la española, sino también la hispanoamericana– corre por derroteros estéticos muy distantes (en ocasiones para bien, en otras no tanto). Pero, en todo caso, desechar hoy a Gonzalo Rojas, al margen de estéticas concretas, sin duda se me antoja un problema de lectura, como podría serlo no tener en cuenta a Lezama Lima por escribir de modo harto barroco en un momento en que el simbolismo mítico no constituye precisamente el último grito.
Este “problema de lectura” no sólo atañe a la consideración de Rojas poeta “per se”, sino que también se ha desplazado a la estimación de los temas abordados por la poesía del chileno. A Gonzalo Rojas se le ha etiquetado como poeta del amor exaltado, del amor un tanto lujurioso, en realidad. En los medios de comunicación hemos leído y oído fragmentos escabrosos de su obra, amén de detalles de la vida personal de Rojas, referentes específicamente a sus relaciones amorosas. Todo ello incide en una visión parcial, distorsionada, de la obra del poeta –que, sin embargo, es lo que verdaderamente debería importarnos.
Gonzalo Rojas se inscribe, ya desde sus comienzos de publicación, cercanos los años cincuenta (“La miseria del hombre”, 1948), en un clima poético en que el registro social y hasta político de la palabra se practica de un modo intenso. A partir de la irónica obra del también chileno Nicanor Parra, con sus “Poemas y antipoemas” a modo de protesta contra la palabra poética aislada y privilegiada, desvinculada de su entorno, empieza a tejerse una lucha sutil, una suerte de denuncia que, no obstante, no tiene una traducción evidente –como pueda serlo la poesía social española de la misma época, y también cierta poesía de la “vanguardia comprometida” hispanoamericana, del estilo de Pablo Neruda o Juan Gelman–, sino que llega en cierto modo más allá en cuanto asunción ético-estética: se trasciende entonces la mera denuncia descriptiva para entrar en una denuncia conceptual; es una actitud no sólo de la palabra, sino incluso del lenguaje.
En el caso de Rojas, resulta indispensable a este respecto su mención constante al tiempo. Algo al parecer poco interesante para los contabilizadores de cópulas en los versos del chileno. La formación de filólogo clásico de Rojas tuvo un influjo decisivo a la hora de captar la determinación del tiempo en sus diferentes manifestaciones: el pasado histórico que aún duele, la memoria familiar de los ya idos que pugnan por volver, la ilusión de que lo pretérito puede encontrar una realización en el presente, la casi necesidad del “carpe diem” muchas veces ejemplificada en la urgencia del amor. Dado que la lengua poética en cierto modo es estéril para definir el mundo, cuánto más para cambiarlo (“Vamos sonámbulos/ en el oficio ciego, cautelosos y silenciosos, no brilla/ el orgullo de estas cuerdas, no cantamos, no/ somos augures de nada, no abrimos/ las vísceras de las aves para decir la suerte de nadie, necio/ sería que lloráramos”), el tiempo es el único ejercicio razonable que le queda al poeta, su estricta identidad (“Míseros los errantes, eso son nuestras sílabas: tiempo, no/ encanto, no repetición/ por la repetición, que gira y gira/ sobre/ sus espejos, no/ la elegancia de la niebla, no el suicidio:/ tiempo,/ paciencia de estrella, tiempo y más tiempo”).
Toda la poesía de Gonzalo Rojas son palabras para el tiempo. Bien distintas del canto de lo fugaz y del placer. Un retorno a los orígenes, al comienzo del lenguaje (“volverá a hablarse el etrusco”), al lugar donde la poesía nació y es.
Comentarios
Por otro lado, entiendo que premios como el Cervantes, el Reina Sofía (o Santa Sofía?)o el Juan Rulfo, premian una trayectoria más que un estilo, por lo tanto, que la poesía de Rojas no sea hoy vigente, no significa que no haya sido importante. De haber estado vivo Kafka (algo así como con 120 años) el Nóbel era para él seguro, sin importar que su estilo no esté vigente.
Ahora bien, no lo defiendo por chileno, cuestión que nunca me ha importado, sino que porque me parece notable. Y aprovecho que decir que Chile es país de poetas me parece una estupidez. Nadie lee en Chile. Nadie
Un abrazo
Por último... tampoco he dicho que Chile sea un país de poetas. En Chile hay poetas, que es distinto. Como en muchos lugares. Lo que no significa automáticamente que haya lectores. Y, en todo caso, alguien leerá en Chile. Aunque no sean muchos. La situación, de todos modos, debe de ser igual de desalentadora en todas partes.