EL PODER NEGRO

Durante todos estos días hemos estado asistiendo a un curioso fenómeno semántico y sociológico, cual es el de la recuperación del “negro” en su más amplio sentido. Y todo ello, gracias a la pretendida y desafortunada incursión en el mundo literario del no menos pretendido y desafortunado intelecto de cierta presentadora con nombre de culebrón y peluca de Famosa.
Ana Rosa Quintana –que a estas horas, si tuviera algo de seso en la cabeza, debiera ya saber lo que es sabor a hiel–, ha catapultado a la moda el negro, color que, por ponernos también frívolos, estaba casi desechado de los guardarropas “comme il faut” hasta esta temporada. A partir de ahora, en cambio, todo autor que se “preçie un figo” (uno, por lo menos) querrá tener negro en su armario y, sobre todo, en su escritorio.
A nuestra dama Rosa se le atribuye un negro de nombre extrañamente Rojo (imaginamos que por disimular). O sea, sinfonía de colores para una partitura de patética interpretación. Y para más INRI –pues de crucificar se trata–, lo más delirante de todo ha sido que el negro no ha estado a la altura de las circunstancias –por copión–, con el consiguiente oprobio para los negros de verdad. Ha sido algo así como un negro teñido, tan falso como el colorante que se deslizaba por el rostro de Aschenbach en la célebre escena viscontiana. Ahora, sólo queda esperar cuál sea la reacción de la dama de Hierro (en original inglés Mrs. Steel, la plagiada número uno), escoltada tal vez por las crecientes estrategias correspondientes a Mas-tretta (la plagiada número dos), ante el lamentable concierto que parece que Rosa y Rojo han regalado al mundo para escarnio del orgullo literario hispánico.
Sin embargo, el caso Quintana –que quisiéramos fuese fustigado sin piedad hasta las últimas consecuencias– no debe distraer del auténtico problema que, intuido por muchos lectores, se reafirmó y enriqueció con testimonios aterradores en el reciente programa de Fernando Sánchez Dragó, “Negro sobre blanco” (del que el título, por cierto, posiblemente nunca pensó su director que pudiera resultar tan oportuno como irónico). Porque el problema real, a mi juicio, estriba en la existencia de “negros” literarios particulares y, lo que es peor, en la existencia de “negros” proporcionados por las editoriales. Resulta inquietante pensar que, si el histriónico –y perezoso– otelo de Ana Rosa no hubiese calcado a Steel y Mastretta (que se sepa), la pública lapidación nunca hubiera sobrevenido. Resulta espantoso pensar en la cantera de autores en escritura sumergida que veneramos con nombres que otros les usurpan. Resulta traumático pensar en la cantidad de libros honrados que la falta de presupuesto impide publicar, mientras capitales ingentes se orientan a sufragar firmas millonarias respaldadas por un trabajo subterráneo vergonzoso.
La “negritud” y la prostitución, lo mismo da si literarias o no, son situaciones sumamente desdichadas por su marginalidad. Y la marginalidad es incubación de decepción y odio. El día que los “negros” salgan de sus cuevas y den rienda suelta a sus plumas acalladas, el episodio sabatiano de los ciegos parecerá una mera juerga. Las editoriales deberían pensar en tal posibilidad: todo ocurre al menos una vez. Pero hasta entonces, ¿qué hacemos los lectores?

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