El Museo del Prado viene dando publicidad desde hace algunas semanas a la colección de la Albertina de Viena que, con Durero como protagonista, se puede contemplar transitoriamente en Madrid. Lo curioso de esta exposición temporal, no obstante, igual que ocurre con otras muchas desarrolladas en el magno museo de nuestra capital, no reside tanto en el valor de lo exhibido como en el espíritu de resignación de los visitantes de las muestras. Colas de dos horas bajo el sol inclemente o la lluvia implacable o el frío helador se suceden no ya para acceder al recinto de la exposición, sino al interior del Museo del Prado. Una vez en su interior, por si todo este padecimiento digno de los más aguerridos héroes clásicos no fuera suficiente, hay que guardar nuevamente una fila de otros treinta minutos para entrar en el sancta-sanctórum dedicado al artista de Nüremberg (o a cualquier otro, porque siempre es idéntico el procedimiento). Bravo por la eficiente organización.
Cualquiera que haya viajado lo mínimamente indispensable sabe que son muy escasos los grandes museos europeos en los que hay que guardar cola, no digamos en los norteamericanos, aunque estén a rebosar –que lo están siempre. Y eso que los europeos y los norteamericanos tienen muy asimilado lo de la sagrada pulcritud de la cola. Tal vez por ello prefieren no guardarlas, o mejor dicho, evitarlas. En España, donde somos muy dados a saltárnoslas, imponemos el rito de la fila a nuestros pacientes turistas y a nuestros sufridos –y escasos–consumidores de cultura, que para eso somos más guapos que nadie en la UE y hasta más allá del Mare Nostrum. Igual que el Ángel Caído del Retiro o la Cibeles en su carro, la cola del Museo del Prado aspira a convertirse en castizo monumento nacional. Bravo, una vez más, por nuestra inmejorable imagen.
Después de esta breve pataleta pueden ustedes suponer que en un principio yo pensaba hablarles de la fascinación inquietante de Durero, pero he cambiado de opinión porque no llegué a guardar la santa cola. Lo que no es del todo malo, porque si uno no ve a Durero tiene oportunidad de ver y recomendar otras cosas. Y Hans Memling nos puede servir como perfecto sustituto. Una selección de sus magníficos retratos, venidos desde Washington, Nueva York, Brujas, Amberes, Venecia o Florencia, puede contemplarse hasta el 15 de mayo en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid, sin guardar cola y sin coste económico alguno. ¿Quién da más?
El germano que logró obtener la ciudadanía de Brujas nos ha legado algunos de los retratos más interesantes de su época, sabiendo introducir elementos innovadores con respecto a la más asentada tradición flamenca, que luego gozarán de una bella prolongación en el Renacimiento italiano más pleno. En efecto, pese a sus potentes y extraordinarios antecesores en el género, entre los que Van Eyck despunta de forma evidente como uno de los principales, Memling destaca por la incorporación de paisajes naturales en sus retratos; paisajes de aspecto ensoñado, entrevistos a través de un ventanal; paisajes un tanto naïf, que dotan al retrato de inocente frescura y de viveza, y que lo descargan de la severidad propia de un encargo en que la plasmación de un rostro y unos atributos intelectuales o sociales deben constituir la función primordial. En Memling, que debía de poseer un refinado espíritu lúdico, se aprecia también el uso de discretos trampantojos, sutiles engaños en que el retratado apoya sus manos por encima del marco del cuadro, haciéndolas sobresalir desde la escena, como leve acercamiento al espectador.
La exposición de Memling constituye un placer con el delicioso carácter de lo elegante, de lo silencioso, de lo sombrío, incluso, que diría Tanizaki. Un placer sigiloso alejado del tumulto y de la publicidad, de la vana y estulta complacencia institucional en las colas. Lo siento por Durero y los demás. Sus obras, al menos en nuestra capital, precisan de gestores más silentes y considerados. A no ser que nos vendan la cola como otra exitosa campaña de promoción de la lectura. Que ya sólo eso nos falta.
Cualquiera que haya viajado lo mínimamente indispensable sabe que son muy escasos los grandes museos europeos en los que hay que guardar cola, no digamos en los norteamericanos, aunque estén a rebosar –que lo están siempre. Y eso que los europeos y los norteamericanos tienen muy asimilado lo de la sagrada pulcritud de la cola. Tal vez por ello prefieren no guardarlas, o mejor dicho, evitarlas. En España, donde somos muy dados a saltárnoslas, imponemos el rito de la fila a nuestros pacientes turistas y a nuestros sufridos –y escasos–consumidores de cultura, que para eso somos más guapos que nadie en la UE y hasta más allá del Mare Nostrum. Igual que el Ángel Caído del Retiro o la Cibeles en su carro, la cola del Museo del Prado aspira a convertirse en castizo monumento nacional. Bravo, una vez más, por nuestra inmejorable imagen.
Después de esta breve pataleta pueden ustedes suponer que en un principio yo pensaba hablarles de la fascinación inquietante de Durero, pero he cambiado de opinión porque no llegué a guardar la santa cola. Lo que no es del todo malo, porque si uno no ve a Durero tiene oportunidad de ver y recomendar otras cosas. Y Hans Memling nos puede servir como perfecto sustituto. Una selección de sus magníficos retratos, venidos desde Washington, Nueva York, Brujas, Amberes, Venecia o Florencia, puede contemplarse hasta el 15 de mayo en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid, sin guardar cola y sin coste económico alguno. ¿Quién da más?
El germano que logró obtener la ciudadanía de Brujas nos ha legado algunos de los retratos más interesantes de su época, sabiendo introducir elementos innovadores con respecto a la más asentada tradición flamenca, que luego gozarán de una bella prolongación en el Renacimiento italiano más pleno. En efecto, pese a sus potentes y extraordinarios antecesores en el género, entre los que Van Eyck despunta de forma evidente como uno de los principales, Memling destaca por la incorporación de paisajes naturales en sus retratos; paisajes de aspecto ensoñado, entrevistos a través de un ventanal; paisajes un tanto naïf, que dotan al retrato de inocente frescura y de viveza, y que lo descargan de la severidad propia de un encargo en que la plasmación de un rostro y unos atributos intelectuales o sociales deben constituir la función primordial. En Memling, que debía de poseer un refinado espíritu lúdico, se aprecia también el uso de discretos trampantojos, sutiles engaños en que el retratado apoya sus manos por encima del marco del cuadro, haciéndolas sobresalir desde la escena, como leve acercamiento al espectador.
La exposición de Memling constituye un placer con el delicioso carácter de lo elegante, de lo silencioso, de lo sombrío, incluso, que diría Tanizaki. Un placer sigiloso alejado del tumulto y de la publicidad, de la vana y estulta complacencia institucional en las colas. Lo siento por Durero y los demás. Sus obras, al menos en nuestra capital, precisan de gestores más silentes y considerados. A no ser que nos vendan la cola como otra exitosa campaña de promoción de la lectura. Que ya sólo eso nos falta.
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