Hace no demasiado tiempo, todavía en el recién pasado siglo XX, el poeta Constantinos Cavafis clamaba por los bárbaros como solución a las íntimas contrariedades de la civilización. Los bárbaros son necesarios porque hacen de cada lugar un cruce de caminos; los bárbaros desmontan el ideal de la permanencia de los pueblos, de las naciones, de las culturas, de cualquiera de las dimensiones que pueda adquirir un conjunto de humanos que se reúnen para vivir en un lugar; los bárbaros actúan como martillo destructor de la hybris más recalcitrante y pérfida de toda población: ésa que pretende someter el paisaje a extrañas reglas de propiedad tan abstractas como eternas, ésa que hace que la tierra sea depositaria inmutable de unas casas, de unas tumbas, de un modo de vida, de una lengua… de una civilización que, inevitablemente, con el correr del tiempo, se degrada. Cavafis de esto debía de saber algo, porque era griego y además de Alejandría, la ciudad bella de todos y de nadie que logró barbarizar a Schèhadè y que tan bárbara era que Durrell le dio piel versátil de mujer. (También es cierto que Cavafis, en su espera, lo que aguardaba era el fin del dominio británico en Egipto y la ayuda de los sudaneses –los bárbaros– para lograr este objetivo a sus ojos prioritario).
El tema de los bárbaros aparece, pues, indisolublemente unido al curso de las civilizaciones o, para ser más exactos, al de la civilización: los bárbaros han surgido como contrapunto de lo civilizado en múltiples civilizaciones. Un contrapunto, no obstante, menos real que construido. Los culpables de la idea de lo bárbaro –como de otras muchas ideas que aún hoy mantenemos en vigor– fueron los griegos, quienes extremadamente hábiles con el lenguaje y sensibles hacia él, denominaron con la onomatopeya “bárbaro” a todo aquel que no hablaba el griego o lo hablaba con evidente deficiencia. La traducción precisa del término resulta todavía oscura para los filólogos, a partir de la mención que Homero realiza en la Ilíada; incluso se ha pensado en la posibilidad de equiparar al bárbaro con el tartamudo. Para el griego, que concebía todo en clave lingüística, el tartamudo no debía de resultar un personaje ciertamente venerable; de hecho, el orador Demóstenes que –como es sabido– no era bárbaro pero sí tartamudo, tuvo que arreglar su problema metiéndose piedras en la boca y yéndose a gritar a los acantilados.
Los bárbaros fueron inventados por los griegos en plural. Ellos mismos se denominaban a sí propios con el gentilicio personalizado: no eran Grecia, sino los griegos, a diferencia de Roma, que era Roma porque era el Estado. En todo caso, la designación de “bárbaro” encerraba, más que un concepto de maldad o inferioridad (aunque a veces lo incluía), el estigma de la diferencia. Al ser el bárbaro el distinto a mí, el que no es como yo, se hace desdeñable. Desde esta peculiar estimación, bárbaros hay por todas partes. Estrabón los veía a manadas en España, sin ir más lejos, por citar un escenario que nos atañe. En el transcurso de la historia griega, la utilización de los bárbaros tendrá ribetes políticos, alusivos a la construcción de la propia idea de identidad estatal. Entonces, en palabras de los exégetas oficiales del lenguaje (los escritores próximos a la línea del poder), bárbaros serán los persas –refinados como pocos– lo mismo que cualquier pueblo de hábitos más o menos salvajes que se encuentre más allá de las fronteras del que juzga. Esta idea se exportará después a los romanos, ahí ya con un tinte invariablemente despectivo.
Pruebas firmes de todo esto que hemos dicho sobre los buenos de los bárbaros las tenemos, y bien detalladas, en Herodoto, el mal llamado padre de la Historia (en realidad, cuentista delicioso y curioso inagotable). Herodoto, que procedía de un lugar cercano al Mar Negro –era jónico–, tenía sin embargo buenas relaciones con los atenienses, de modo que no resulta extraño que propague la ideología convencional concerniente a los bárbaros (aunque, bien mirado, Homero –el acuñador original del término– también provenía de Jonia). Pero cuando Herodoto nos habla de los bárbaros, no lo hace sin una cierta equidad. Él mismo admite que “todos sin excepción opinan que los usos de su patria son los más excelentes”, y a partir de ahí escribe sus nueve libros dedicados a las Musas. Herodoto, por tanto, no buscaba trazar con su obra una demonización de “los otros”, sino esencialmente mostrarlos, reflejar su existencia, decir que también están ahí. Todos los demás radicalismos son perversiones de la obra herodotea, manipulaciones con oscuros fines, bien distintos del principio menos turbio en que se apoyan. Aunque no nos engañemos: Herodoto era griego y, como tal, no deja de construir su obra –su catálogo de otredades– con una especie de perspectiva de entomólogo que, paciente, va coleccionando rarezas y fijándolas con una aguja en un escaparate pintoresco. Con todo, y a pesar también de todo, el resultado de las Historias de Herodoto es el de un contraste fascinador, un recortarse de la brillante civilización helénica contra la diversidad de los bárbaros en derredor; lo que el ensayista François Hartog ha llamado Le miroir d’Herodote, o la belleza impagable de reflejar a los demás para mejor apreciarse uno mismo.
Tras Herodoto todo ha sido confusión y perder los papeles. Los griegos posteriores, y los romanos más tarde, han dibujado bárbaros peligrosos e inexplicables, bárbaros de ésos que acechan sin parar para quitarle a uno la tierra que le pertenece por derecho –o al menos, por el derecho que contempla el Derecho creado ex profeso para velar por los derechos propios. Un poco más tarde, el concepto de los bárbaros se ha ido estrechando y concretando, de modo que bárbaros sólo había unos, y además con hache: los pueblos que, situados más allá de la frontera oficial de Europa –el llamado limes–, traspasaron la línea divisoria y expoliaron el Imperio Romano; que lo asesinaron, más certeramente, si hemos de fiarnos de los bellos versos de Verlaine (quien pensaba al escribirlos en la Alemania criminal que acorralaba a Francia por entonces); aunque para Gibbon los bárbaros auténticos eran los cristianos –pero ésa es otra historia. Será ésta, sin embargo, la última vez que se hable de los bárbaros personalizando y en plural. El golpe moral sufrido por la civilización más preeminente del mundo fue tan demoledor e indescriptiblemente duro, que a partir de entonces los bárbaros par excellence serán ésos, por encima de cualesquiera otros. Todo lo demás será simplemente “barbarie”, un amasijo temible pero sin especificar.
Así nace un concepto que marcará la Historia para siempre, y en especial la historia intelectual de Occidente: la oposición “civilización/barbarie” determinará las formas de actuación y las estrategias de poder en Europa frente a todo lo que se encuentra más allá de ella. En la Europa de la Edad Moderna se da un cambio trascendental, que canalizará durante una parte importante de los siglos subsiguientes la localización geográfica de la barbarie: el descubrimiento del Nuevo Mundo hará a éste receptor de todos los estereotipos posibles definitorios de la barbarie. Este sentimiento acabará por calar de modo sumamente profundo en la idiosincrasia hispanoamericana; en el Facundo de Domingo Faustino Sarmiento se encuentra una de las enunciaciones más obvias de la oposición secular que venimos mencionando (empapada a su vez de la Teoría de los cuatro movimientos de Fourier: salvajismo, estado patriarcal, barbarie y civilización). Al mismo tiempo, desde la América norteña se creará un espejo alternativo, un intento de configurar una nueva civilización que arrojaría la barbarie sobre el bastión tradicional de lo civilizado; de este modo nace el enfrentamiento cultural entre Norteamérica y Europa, que en su fondo es –por supuesto– un enfrentamiento de poderes. Henry James –entre otros– lo dibujará a la perfección, si bien trazando un peculiar estilo de barbarie: la barbarie está en lo excesivamente refinado, en la decadencia de tantos siglos sosteniendo la antorcha de la civilización; se impone así una nueva necesidad, la del retorno a la inocencia constructiva, tal vez con referentes lejanos en las teorías europeas del “buen salvaje” propias de la Ilustración.
La imposibilidad de este modelo ha hecho precisa la búsqueda de bárbaros alternativos, ya que un sistema que funciona por oposiciones requiere por fuerza la existencia de ese elemento alternativo, contrario, para poder subsistir. La mirada se ha dirigido entonces hacia el sur y hacia el oriente. Éste es el modelo hoy predominante, aceptado sin discusiones. Algún intelectual travieso se ha divertido con la posibilidad de invertir el esquema, de trastocar los conceptos de civilización y barbarie para demostrar lo relativo del espíritu esencial de esta extraña pareja; Juan Goytisolo, verbigracia, ha presentado con cierta insistencia una corrupta civilización occidental súbitamente desplazada por el dinámico empuje de hordas meridionales, que al imponer su barbarie logran darle así naturaleza de civilización normalizada. Pero éstas son proposiciones que, por el momento, al menos, albergan escasas expectativas de realización. Máxime con lo que ahora mismo está cayendo.
El tema de los bárbaros aparece, pues, indisolublemente unido al curso de las civilizaciones o, para ser más exactos, al de la civilización: los bárbaros han surgido como contrapunto de lo civilizado en múltiples civilizaciones. Un contrapunto, no obstante, menos real que construido. Los culpables de la idea de lo bárbaro –como de otras muchas ideas que aún hoy mantenemos en vigor– fueron los griegos, quienes extremadamente hábiles con el lenguaje y sensibles hacia él, denominaron con la onomatopeya “bárbaro” a todo aquel que no hablaba el griego o lo hablaba con evidente deficiencia. La traducción precisa del término resulta todavía oscura para los filólogos, a partir de la mención que Homero realiza en la Ilíada; incluso se ha pensado en la posibilidad de equiparar al bárbaro con el tartamudo. Para el griego, que concebía todo en clave lingüística, el tartamudo no debía de resultar un personaje ciertamente venerable; de hecho, el orador Demóstenes que –como es sabido– no era bárbaro pero sí tartamudo, tuvo que arreglar su problema metiéndose piedras en la boca y yéndose a gritar a los acantilados.
Los bárbaros fueron inventados por los griegos en plural. Ellos mismos se denominaban a sí propios con el gentilicio personalizado: no eran Grecia, sino los griegos, a diferencia de Roma, que era Roma porque era el Estado. En todo caso, la designación de “bárbaro” encerraba, más que un concepto de maldad o inferioridad (aunque a veces lo incluía), el estigma de la diferencia. Al ser el bárbaro el distinto a mí, el que no es como yo, se hace desdeñable. Desde esta peculiar estimación, bárbaros hay por todas partes. Estrabón los veía a manadas en España, sin ir más lejos, por citar un escenario que nos atañe. En el transcurso de la historia griega, la utilización de los bárbaros tendrá ribetes políticos, alusivos a la construcción de la propia idea de identidad estatal. Entonces, en palabras de los exégetas oficiales del lenguaje (los escritores próximos a la línea del poder), bárbaros serán los persas –refinados como pocos– lo mismo que cualquier pueblo de hábitos más o menos salvajes que se encuentre más allá de las fronteras del que juzga. Esta idea se exportará después a los romanos, ahí ya con un tinte invariablemente despectivo.
Pruebas firmes de todo esto que hemos dicho sobre los buenos de los bárbaros las tenemos, y bien detalladas, en Herodoto, el mal llamado padre de la Historia (en realidad, cuentista delicioso y curioso inagotable). Herodoto, que procedía de un lugar cercano al Mar Negro –era jónico–, tenía sin embargo buenas relaciones con los atenienses, de modo que no resulta extraño que propague la ideología convencional concerniente a los bárbaros (aunque, bien mirado, Homero –el acuñador original del término– también provenía de Jonia). Pero cuando Herodoto nos habla de los bárbaros, no lo hace sin una cierta equidad. Él mismo admite que “todos sin excepción opinan que los usos de su patria son los más excelentes”, y a partir de ahí escribe sus nueve libros dedicados a las Musas. Herodoto, por tanto, no buscaba trazar con su obra una demonización de “los otros”, sino esencialmente mostrarlos, reflejar su existencia, decir que también están ahí. Todos los demás radicalismos son perversiones de la obra herodotea, manipulaciones con oscuros fines, bien distintos del principio menos turbio en que se apoyan. Aunque no nos engañemos: Herodoto era griego y, como tal, no deja de construir su obra –su catálogo de otredades– con una especie de perspectiva de entomólogo que, paciente, va coleccionando rarezas y fijándolas con una aguja en un escaparate pintoresco. Con todo, y a pesar también de todo, el resultado de las Historias de Herodoto es el de un contraste fascinador, un recortarse de la brillante civilización helénica contra la diversidad de los bárbaros en derredor; lo que el ensayista François Hartog ha llamado Le miroir d’Herodote, o la belleza impagable de reflejar a los demás para mejor apreciarse uno mismo.
Tras Herodoto todo ha sido confusión y perder los papeles. Los griegos posteriores, y los romanos más tarde, han dibujado bárbaros peligrosos e inexplicables, bárbaros de ésos que acechan sin parar para quitarle a uno la tierra que le pertenece por derecho –o al menos, por el derecho que contempla el Derecho creado ex profeso para velar por los derechos propios. Un poco más tarde, el concepto de los bárbaros se ha ido estrechando y concretando, de modo que bárbaros sólo había unos, y además con hache: los pueblos que, situados más allá de la frontera oficial de Europa –el llamado limes–, traspasaron la línea divisoria y expoliaron el Imperio Romano; que lo asesinaron, más certeramente, si hemos de fiarnos de los bellos versos de Verlaine (quien pensaba al escribirlos en la Alemania criminal que acorralaba a Francia por entonces); aunque para Gibbon los bárbaros auténticos eran los cristianos –pero ésa es otra historia. Será ésta, sin embargo, la última vez que se hable de los bárbaros personalizando y en plural. El golpe moral sufrido por la civilización más preeminente del mundo fue tan demoledor e indescriptiblemente duro, que a partir de entonces los bárbaros par excellence serán ésos, por encima de cualesquiera otros. Todo lo demás será simplemente “barbarie”, un amasijo temible pero sin especificar.
Así nace un concepto que marcará la Historia para siempre, y en especial la historia intelectual de Occidente: la oposición “civilización/barbarie” determinará las formas de actuación y las estrategias de poder en Europa frente a todo lo que se encuentra más allá de ella. En la Europa de la Edad Moderna se da un cambio trascendental, que canalizará durante una parte importante de los siglos subsiguientes la localización geográfica de la barbarie: el descubrimiento del Nuevo Mundo hará a éste receptor de todos los estereotipos posibles definitorios de la barbarie. Este sentimiento acabará por calar de modo sumamente profundo en la idiosincrasia hispanoamericana; en el Facundo de Domingo Faustino Sarmiento se encuentra una de las enunciaciones más obvias de la oposición secular que venimos mencionando (empapada a su vez de la Teoría de los cuatro movimientos de Fourier: salvajismo, estado patriarcal, barbarie y civilización). Al mismo tiempo, desde la América norteña se creará un espejo alternativo, un intento de configurar una nueva civilización que arrojaría la barbarie sobre el bastión tradicional de lo civilizado; de este modo nace el enfrentamiento cultural entre Norteamérica y Europa, que en su fondo es –por supuesto– un enfrentamiento de poderes. Henry James –entre otros– lo dibujará a la perfección, si bien trazando un peculiar estilo de barbarie: la barbarie está en lo excesivamente refinado, en la decadencia de tantos siglos sosteniendo la antorcha de la civilización; se impone así una nueva necesidad, la del retorno a la inocencia constructiva, tal vez con referentes lejanos en las teorías europeas del “buen salvaje” propias de la Ilustración.
La imposibilidad de este modelo ha hecho precisa la búsqueda de bárbaros alternativos, ya que un sistema que funciona por oposiciones requiere por fuerza la existencia de ese elemento alternativo, contrario, para poder subsistir. La mirada se ha dirigido entonces hacia el sur y hacia el oriente. Éste es el modelo hoy predominante, aceptado sin discusiones. Algún intelectual travieso se ha divertido con la posibilidad de invertir el esquema, de trastocar los conceptos de civilización y barbarie para demostrar lo relativo del espíritu esencial de esta extraña pareja; Juan Goytisolo, verbigracia, ha presentado con cierta insistencia una corrupta civilización occidental súbitamente desplazada por el dinámico empuje de hordas meridionales, que al imponer su barbarie logran darle así naturaleza de civilización normalizada. Pero éstas son proposiciones que, por el momento, al menos, albergan escasas expectativas de realización. Máxime con lo que ahora mismo está cayendo.
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Saludos.