BORIS VIAN. Pasión por el juego

Si cierta es la afirmación de que comienza la escritura al despojar de su sentido a las palabras, en Boris Vian debemos entrever a un inigualable artífice de la literatura, que mata la rectitud de los vocablos apelando al juego sin descanso. Un juego que acabó por trascender más allá de los significantes para implicar su propia vida y más aún: su identidad.
Los primeros efectos del juego del lenguaje recayeron ya sobre el nombre mismo de este escritor adicto a las perversiones grafológicas. Si Marguerite Yourcenar hizo de su apellido verdadero (Crayencour) un anagrama por mero amor hacia la y griega, Barón Visi, Visón Raví o Brisavion serán las máscaras lingüísticas con que a priori el travieso intelecto de Boris Vian rete a las reglas de la gramática y de la existencia misma. A partir de aquí toda la actividad, literaria y no, de Vian (intensa y prolífica, por cierto) estará determinada precisamente por este flirteo (para)filológico que no se extinguirá hasta el último latido de su enfermo corazón. Y así es como logran perfilarse las inexistentes pautas de ese “lenguaje universo” reconocido por algunos, como Jacques Bens, en aquel escritor que, siendo francés, tenía aspecto de eslavo.
Los orígenes académicos y posteriormente laborales de Vian como ingeniero no le supusieron un problema para su ejercicio de la literatura. En este sentido, Vian no desentonaba en absoluto de los parámetros vigentes en los círculos intelectuales más vanguardia del momento. Pensemos que, a raíz de la publicación de “El descuartizamiento para todos”, Boris Vian pasó a integrar en 1952, con tan sólo treinta y dos años y en destacada calidad de Sátrapa Trascendente, el “Colegio de Patafísica”, junto a nombres tan relevantes como Raymond Queneau, Jacques Prèvert o Eugène Ionesco. El “Colegio de Patafísica” daba acogida por igual a la técnica y las letras, aparte de una serie de extravagantes presupuestos de partida como la “ley de la excesión”, según la cual el progreso únicamente se entendía como posible si nacía de una anomalía que cuestionara las normas generales. Con similares horizontes, y desde este germen de la Patafísica, surgirá posteriormente el “Grupo Oulipo”, fundado por el propio Queneau (acérrimo valedor de Vian) y por Le Lionnais, apasionados ambos de la matemática aplicada a la literatura (de donde las prácticas de la “literatura incómoda” o el “S+7”).
El caso es que Vian encajaba a la perfección en estos movimientos literarios, tanto por su ya citado ámbito de formación como por su propia concepción de la semántica (tomada parcialmente de Korzybski y de su búsqueda de lo lógico en lo aparentemente ilógico), al tiempo que por su mismo centro de atención literaria, que no era otro que el análisis de la relación entre los objetos y la vida; porque Vian veía en la literatura una suerte de laboratorio donde experimentar las diferentes posibilidades del vivir.
No obstante esta sincera asignación de las palabras a la vida, no parecía esta última específicamente proclive a sonreír ante las hazañas literarias de un Boris Vian que ya había fracasado rotundamente en varias de sus incursiones en el campo de la publicación, unas veces por escándalo (como en su “Escupiré sobre vuestras tumbas”, libro polémico que firmó, en un nuevo juego de los suyos, bajo el pseudónimo de Vernon Sullivan), otras por mero fracaso ante la crítica. Esto le indujo con frecuencia, ante los comentarios mordaces en la prensa o la nulidad absoluta de las ventas, a destruir muchos de sus textos para así poder reaprovechar el papel; y, por otro lado, también a sumergirse en una hiperactividad camaleónica que le llevó a escribir ópera (“El caballero de nieve”), a hacer guiones cinematográficos, a traducir memorias de guerra o bien literatura negra (Chandler, Cheney...), de ficción (Van Vogt) o teatro (Strindberg), a escribir artículos de periódico o incluso a tocar en un grupo de jazz y a componer y cantar sus propias canciones.
La obra periodística de Vian se concentró especialmente en sus aportaciones a la celebérrima “Les Temps Modernes” y a la también importante “Jazz Hot”. Las relaciones de Boris Vian con Jean-Paul Sartre y el Existencialismo no fueron nunca de devoción o integración, aunque sí mediaba una cordialidad que no se quebró hasta el momento en que aconteció el proceso de divorcio de Vian: Sartre tomó entonces partido por la esposa, Michèle, y ello generó en Vian una hostilidad que le alejó de “Les Temps Modernes” y propició nuevos juegos lingüísticos en que Sartre y Simone de Beauvoir aparecen en la piel de dos ridículos personajes designados como Jean-Sol Partre y la condesa de Bouvuard respectivamente; por no citar su explícito pronunciamiento contra los existencialistas (si bien no desmedidamente virulento) en su “Tratado de Civismo”.
La inclinación hacia el jazz y la composición musical es en Boris Vian tan espontánea como precoz. La interpretación de sus propios temas, sin embargo, sobrevendrá posteriormente. No obstante, al igual que con su producción literaria, el escándalo y el rechazo no se hacen esperar. La canción “El desertor”, recibida de modo inadecuado como un alegato antimilitarista cuando era más bien –como el propio Vian declaró– sólo “violentamente procivil”, acarreó a su autor disgustos varios y censoras imposiciones por mor de un momento político delicado en que el conflicto con Argelia se sentía alborear. “El desertor”, en cualquier caso, aunque estigmatizada desde los medios de poder, pronto devino clásica canción-protesta, recurrencia inevitable en un repertorio que, en cambio, contaba con letras bastante más audaces o agresivas en otras piezas como “Los alegres carniceros”: Es el tango de los alegres militares / de Hiroshima, Buchenwald y tantas partes. /Es el tango del famoso ve-a-la-guerra. /Es el tango de todos los sepultureros.
La poesía, con sus innúmeras posibilidades lingüísticas, había de ser también objeto de probeta para Vian, a pesar de haber esbozado una especie de manifiesto intrínsecamente antipoético en su novela “El arrancacorazones”: “No hay nada más poético que el sentido común”. Si cultivó los metros clásicos con escaso fruto (como por otra parte era de esperar de su díscolo espíritu), será en el verso libre donde cuajen sus logros más auténticos; en particular, en su poemario “No querría morir”, que además encierra esencialmente la virtud de desnudar al propio Vian en sus palabras, al hombre ajeno en esas líneas a veleidades lúdicas: No querría morir, /no señor, no señora, /antes de haber tocado/ el gusto que me atormenta, / el gusto que es el más fuerte. / Antes de haber gustado/ de la muerte el sabor.
La idea de la muerte está siempre muy presente en la obra de Boris Vian. La muerte como sereno estanque predecible, pero también como primitiva expresión de la violencia, es acogida en sus diversas caras con suma familiaridad por el escritor que se sabía en posesión de un cuerpo gobernado por un reloj que adelantaba. La cardiopatía congénita de Vian, que le terminó la vida a los treinta y nueve años y que se ha reelaborado a posteriori con la intención de maquillar de necesario malditismo el mito del autor ya fallecido, no le era en realidad sino la brújula de su quehacer artístico, memento palpable de esa lógica invertida que por fuerza preside los actos de existir y de crear. Morir, entonces, fue precepto indispensable, colofón natural, para su innata curiosidad: Moriré poco o mucho,/sin pasión, pero con interés.

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