Posiblemente, en pocos casos resultará tan cierta la conocida máxima de Paul Éluard (“Hay otros mundos, pero están en éste”), como aplicada al quehacer literario y a la iconología del guatemalteco Augusto Monterroso. Toda la prosa de Monterroso está surcada por un irónico y desconcertante juego de espejos; todos sus textos son como inacabables cajas chinas, en que una da paso a otra y otra más, y cuando por fin hemos creído llegar hasta la última –al significado más profundo y verdadero– un nuevo desdoblamiento nos conduce hasta otro guiño inaprensible, hasta otro mundo tan posible como absurdo intercalado en el propio que vivimos.
Intelectual y formalmente, Monterroso ha encarnado con el depurado minimalismo de su obra una argumentadísima –barroquísima– respuesta a algunos de los excesos de la literatura hispanoamericana de la segunda mitad del siglo XX. En su momento, Cabrera Infante sugirió lo mismo con ‘Tres Tristes Tigres’, pero apelando a una lúdica retórica formal que no por lúdica dejó de acabar en denuncia desmedidamente alambicada. Monterroso, por el contrario, siempre fue fiel a una prosa sin grandilocuencias, en que la dificultad navegaba por debajo, como un manantial oculto, como una oscura y secreta y fresca corriente subterránea.
Y hablo de prosa, en genérico, porque no puede afirmarse a ciencia cierta qué genero cultivó en concreto el escritor guatemalteco. Ni siquiera estamos, creo, autorizados, a postular una antinovela o un anticuento, contra la propuesta sí aceptada de una antipoesía (encarnada principalmente, como es bien sabido, por Nicanor Parra). Y no creo que estemos autorizados para ello, por la sencilla razón de que Monterroso era demasiado iconoclasta como para tolerar semejantes complacencias académicas. No olvidemos que ya la primera obra publicada de Monterroso se titula, con refinadísima ironía, ‘Obras Completas’. Un autor tan mansa y exacerbadamente contestatario difícilmente encaja en las pretensiones más oficiales y rigurosas de la tribu.
Si en Borges la belleza brota del asombro ante la inmaculada perfección –sus relatos tienen la matemática precisa y deslumbrante de una fuga de Bach–, en Monterroso es precisamente la mácula imperfecta lo que otorga la sorpresa. Borges cultiva y perfecciona el juego del otro, el que acecha en el recodo de la vida, de la mente, con una verdad cruel e inesperada, y explica así el conjunto. En Monterroso el otro es demencial, insospechado, pero terriblemente sugestivo, polimórfico. Monterroso pisotea las convenciones para edificar otras igualmente discutibles que no cierran el enigma derruido, sino que lo agrandan todavía más.
Las páginas del autor de Guatemala están surcadas de animales. Cucarachas que quieren ser Gregorio Samsa, ovejas comunes que fusilan ovejas negras “sólo” para poder levantarles estatuas, burros que racionalmente se avergüenzan de su irracionalidad, dinosaurios que aparecen confirmando quién sabe qué historia del pasado. Los animales de Monterroso siempre son más de lo que son. La recuperación del mecanismo de la fábula es una mera excusa para plantear equívocos, para señalar otras posibilidades, para mostrar lo limitado de nuestra percepción, que por supuesto podría ser mucho más amplia y más caleidoscópica de lo que acertamos siquiera a intuir. Todo ello mientras, confusos, sonreímos leyendo las tragedias más graves del mundo.
Cuando Monterroso despertó, el dinosaurio todavía estaba allí. No sabía si era producto de sus sueños, si se le había escapado de la pluma, si él quizá lo había llamado, si había tenido algo que ver en su pasado. Seguramente, todas las hipótesis podían ser ciertas, al menos en parte, y es probable que también hubiese algo de mentira en cada una de ellas. Pero la única verdad segura es que aquel pequeñísimo, breve dinosaurio, todavía estaba allí. Y allí sigue, irónico, onírico, real, controvertido, inacabable para siempre, el dinosaurio.
Intelectual y formalmente, Monterroso ha encarnado con el depurado minimalismo de su obra una argumentadísima –barroquísima– respuesta a algunos de los excesos de la literatura hispanoamericana de la segunda mitad del siglo XX. En su momento, Cabrera Infante sugirió lo mismo con ‘Tres Tristes Tigres’, pero apelando a una lúdica retórica formal que no por lúdica dejó de acabar en denuncia desmedidamente alambicada. Monterroso, por el contrario, siempre fue fiel a una prosa sin grandilocuencias, en que la dificultad navegaba por debajo, como un manantial oculto, como una oscura y secreta y fresca corriente subterránea.
Y hablo de prosa, en genérico, porque no puede afirmarse a ciencia cierta qué genero cultivó en concreto el escritor guatemalteco. Ni siquiera estamos, creo, autorizados, a postular una antinovela o un anticuento, contra la propuesta sí aceptada de una antipoesía (encarnada principalmente, como es bien sabido, por Nicanor Parra). Y no creo que estemos autorizados para ello, por la sencilla razón de que Monterroso era demasiado iconoclasta como para tolerar semejantes complacencias académicas. No olvidemos que ya la primera obra publicada de Monterroso se titula, con refinadísima ironía, ‘Obras Completas’. Un autor tan mansa y exacerbadamente contestatario difícilmente encaja en las pretensiones más oficiales y rigurosas de la tribu.
Si en Borges la belleza brota del asombro ante la inmaculada perfección –sus relatos tienen la matemática precisa y deslumbrante de una fuga de Bach–, en Monterroso es precisamente la mácula imperfecta lo que otorga la sorpresa. Borges cultiva y perfecciona el juego del otro, el que acecha en el recodo de la vida, de la mente, con una verdad cruel e inesperada, y explica así el conjunto. En Monterroso el otro es demencial, insospechado, pero terriblemente sugestivo, polimórfico. Monterroso pisotea las convenciones para edificar otras igualmente discutibles que no cierran el enigma derruido, sino que lo agrandan todavía más.
Las páginas del autor de Guatemala están surcadas de animales. Cucarachas que quieren ser Gregorio Samsa, ovejas comunes que fusilan ovejas negras “sólo” para poder levantarles estatuas, burros que racionalmente se avergüenzan de su irracionalidad, dinosaurios que aparecen confirmando quién sabe qué historia del pasado. Los animales de Monterroso siempre son más de lo que son. La recuperación del mecanismo de la fábula es una mera excusa para plantear equívocos, para señalar otras posibilidades, para mostrar lo limitado de nuestra percepción, que por supuesto podría ser mucho más amplia y más caleidoscópica de lo que acertamos siquiera a intuir. Todo ello mientras, confusos, sonreímos leyendo las tragedias más graves del mundo.
Cuando Monterroso despertó, el dinosaurio todavía estaba allí. No sabía si era producto de sus sueños, si se le había escapado de la pluma, si él quizá lo había llamado, si había tenido algo que ver en su pasado. Seguramente, todas las hipótesis podían ser ciertas, al menos en parte, y es probable que también hubiese algo de mentira en cada una de ellas. Pero la única verdad segura es que aquel pequeñísimo, breve dinosaurio, todavía estaba allí. Y allí sigue, irónico, onírico, real, controvertido, inacabable para siempre, el dinosaurio.
Comentarios
La invito a visitar mi blog, escribí algo de Monterroso y su dinosaurio.
Saludos
Y qué decir del espacio fuera del espacio del guatemalteco. Como muestra un botón: "Lo peor de estar en el cielo es que el cielo no se ve". Pues eso.
Un saludo.