AUGUST STRINDBERG. Palabras desde el infierno


A pocos meses del nonagésimo aniversario de su muerte, diferentes editoriales han coincidido en recuperar la memoria del atormentado escritor sueco August Strindberg. Mientras “Valdemar”, en su Colección Planeta Maldito, ha publicado “Inferno”, oscuro seno de autobiográficos terrores, “El Acantilado” ha rescatado un ensayo que Karl Jaspers, en 1922, dedicó a comparar las peculiares personalidades de Strindberg y Van Gogh, intentando trazar un nexo consecutivo entre la genialidad creadora de ambos artistas y su patente esquizofrenia.
En pocos casos se habrá dado una correspondencia tan estremecedora entre literatura y experiencia vital como en el de August Strindberg. Libros como “El hijo de la sierva”, “Historia de un alma”, “Alegato de un loco” o “Inferno” van ofreciendo un testimonio tan dislocado como intenso de una existencia íntimamente trágica a la par que desdoblada entre el amor y el odio más acerbos: amor y odio simultáneos que confluyen en la madre, en las esposas, en las amistades más cercanas, en los intelectuales de su tiempo a los que en algún grado reconoce.
A pesar de hallarse en conjunto presidida por su particular y distorsionada concepción del mundo, la obra strindbergiana no resulta reiterativa en sus diferentes manifestaciones; antes bien, se hace atractiva por cuanto va dando noticia de periodos sucesivos en la biografía de su autor, e igualmente de los diferentes estadios críticos que su alterada personalidad va atravesando. De este modo, asistimos a sus fantasmas torturantes de la infancia, conjurados con temblores en mitad de bosques lóbregos y amenazantemente vivos. Somos partícipes también de sus monstruosas deformaciones del sentimiento amoroso, encarnadas en el afecto obsesivo y recíproco entre él y la madre, en una sexualidad compleja y saturada de prejuicios, en un gravísimo episodio patológico de celos dirigido contra su primera esposa, la baronesa Wrangel. Llegará luego, producto de estas experiencias, su radical misoginia, que agriamente expresada, le cerrará el reconocimiento y las puertas editoriales de varios países europeos, y que no fue además bien recibida en un contexto en que –por el contrario– eran apreciados planteamientos más aperturistas como los de Ibsen. Y después, como evidente huida, el refugio en la pseudociencia de la fabricación del oro, cuyo secreto cree poseer. Todo ello jalonado por una intensa manía persecutoria con cuadros ocasionales de alucinaciones, en que los amigos le tienden emboscadas para seducir a sus esposas o hasta asesinarle, los médicos le engañan para robarle la fórmula del oro, los desconocidos se confabulan en su contra emitiendo ruidos desasosegantes para enloquecerle; incluso los elementos de la naturaleza se combinan caprichosamente o cobran formas llenas de crípticos significados.
En este entorno mental de incomprensión y acoso, la teosofía, esencialmente tomada de Swedenborg, será un consuelo para el escritor en sus últimos años, por cuanto le sirve de confirmación a sus suspicacias y justificación a sus delirios. Swedenborg, que en un principio fue denostado por Strindberg como bobo y sin sustancia, acabará por encarnar y definir a la perfección todas las inquietudes del dramaturgo sueco. Un proceso similar había atravesado con anterioridad su percepción de Nietzsche, de quien llega a fascinarle –en una muy singular interpretación– la teoría del superhombre.
Tras otros dos matrimonios fugaces y sumamente accidentados (el segundo con una actriz, Frida Uhl, que le abandona en París tras poco más de un año de conflictos, y el tercero y último con Harriet Bosse, que termina en 1904 después de tres años y un hijo), Strindberg acaba muriendo de cáncer de estómago –y de desconfianza–en 1912, a los sesenta y dos años de edad.
La grandeza sugestiva e inquietante de su obra es innegable. Otro de los grandes, Knut Hansum, lo afirmó sin titubeos: “No hay manera de relacionarse con él... A mí no me importa. A pesar de todo, sigue siendo August Strindberg”. Strindberg, sin embargo, no llegó nunca a recibir el Nobel; Selma Lagërlof lo obtuvo en su lugar. Aunque es posible que tampoco lo necesitara: el tacto febril de su universo –de su propio infierno– hecho palabras era el logro más perfecto imaginable.

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