DE PROFESIÓN: ESCRITORA Y ESPÍA

En enero de 1661 el cuerpo de Oliver Cromwell fue exhumado de su sepulcro en la Abadía de Westminster. Descuartizado en la ciudad de Tyburn —célebre por sus peculiares patíbulos y sus indiscriminadas ejecuciones— y posteriormente arrojado a una fosa, solo su cabeza se salvó de la tierra para acabar expuesta en una pica frente a la Abadía. Cromwell forma parte de esa privilegiada lista de hombres de Estado cuyo cadáver fue profanado en razón de sus «méritos» en vida: Vlad el Empalador, Ricardo III, Rasputín o Mussolini se cuentan entre sus compañeros de destino póstumo. En los años previos, entre 1653 y 1658, Cromwell había instaurado un régimen de terror y puritanismo exacerbado, con evidentes privilegios concedidos al ejército en exclusiva, con una acusada práctica de la esclavitud y con persecuciones y torturas dispensadas generosamente a quienes se atrevían a disentir de los principios religiosos del Protectorado. En tan edificante ambiente se desarrolló la infancia y juventud de Aphra Behn, mujer de nombre y existencia singulares, para quien estos precedentes habrían de ser decisivos en su obra adulta y una referencia para algunos de los más relevantes títulos de la literatura filosófica europea posterior. 
Nacida en Kent de filiación desconocida, parece ser que Aphra Behn fue adoptada a temprana edad por una familia que tenía especial interés en escapar de las campañas de represión política y religiosa ejercidas por Cromwell, y en tal huida llegaron hasta Surinam. En aquel entorno exótico de plantaciones, tribus desconocidas y esclavos asistió la niña Aphra a diferentes manifestaciones de conflictividad social; la abolición de la esclavitud estaba aún lejos, pero las revueltas empezaban a producirse; este difícil escenario cotidiano influirá en la niña vivamente. Con la prometedora decapitación post-mortem de Cromwell, la familia regresa a Inglaterra, pero no por ello se interrumpen las singulares vivencias de Aphra. La joven, de apenas veinte años cumplidos, contraerá un matrimonio de conveniencia que le proporciona el apellido por el que hoy la conocemos y que también dejará huella en su obra posterior; un enlace que se zanja con la muerte prematura del esposo al cabo de apenas dos años, tal vez por peste, tal vez —según las malas lenguas que siempre persiguieron a Aphra— por causas turbias.
La Restauración de Carlos II conllevará, por una parte, una relajación de las exigencias religiosas y morales, en reacción a la etapa represiva y represora del Protectorado; por otra parte, el rey «recolocado» tendrá necesidad de saber quién juega en su línea y quién no, y qué ardides pueden tramarse en su contra desde los opositores emboscados en el exilio. En ambos asuntos la viuda Behn desempeñará un papel importante, desde un punto de vista político y social. Su despreocupación sentimental la situó bien pronto en la órbita cortesana menos casta, a la que accedió por su don de gentes, por sus devaneos superficiales con sucesivos nobles y por sus propios escritos, en los que ensalzaba la liberalidad en las costumbres y cargaba ácidamente contra el matrimonio, en especial contra el forzado, convirtiéndose con ello en una de las primeras adalides europeas del libre consentimiento de las mujeres en las relaciones amorosas, con casi un siglo de antelación a los textos europeos más significativos en esta materia. Al hallarse además en la estela cortesana, y gozando de la confianza directa de Carlos II, le fue encomendada una peculiar tarea: espiar las maniobras de los conspiradores externos, para lo cual fue enviada a Holanda bajo el nombre de guerra de Astrea; una etapa profesional de la que Aphra regresó a Inglaterra con cuantiosas deudas propiciadas por reiterados impagos de la Corona y una pena de prisión con que saldarlas.
Su incorporación a la vida «de paisano» le supuso la necesidad de buscar un trabajo remunerado. Y qué dedicación podía ser mejor que la escritura para una mujer avezada en letras y cuya propia vida constituía toda una novela. Así fue como Aphra Behn se convirtió en la primera profesional remunerada de la literatura, tarea en la que fue pionera precisamente por su sexo y cuya retribución no se cuestionaba a sus compañeros varones. Su arrojo lo reconocerá posteriormente Virginia Wolf en Una habitación propia, al afirmar que todas las mujeres deberían peregrinar hasta su tumba para admirar a quien había postulado desde una atalaya ética y profesional el derecho femenino a la plena libertad de expresión.
Aphra Behn fue una escritora que no se plegó ante ningún género: cultivó la poesía, el teatro, la novela, la traducción. Tampoco la arredraba ningún tema y, tal vez sin saberlo, se convirtió en una pluma de apertura, de reivindicación de la sexualidad de la mujer, de condena y sátira de las convenciones tejidas para amordazar las libertades —en especial las femeninas—, de convicción acerca de la dignidad de los esclavos y la necesidad de abolir su servidumbre, de reflexión acerca de la naturaleza humana. Fue denostada y desprestigiada por muchos de sus coetáneos, a los que resultaba incómoda su desinhibición; Alexander Pope decía maliciosamente de ella que «la incomparable Astrea sitúa a todos sus personajes en la cama».
Aphra Behn murió joven, con apenas cuarenta y nueve años, incesante en su compromiso literario e intelectual. Después de más de trescientos años continúa vigente su figura.

UN LIBRO PARA ESPIAR:


Aphra Behn: El príncipe Oroonoko y otros relatos. Siruela. 536 páginas.

Antología de relatos de la autora inglesa, entre los que destaca El príncipe Oroonoko, auténtica novela corta de tema revolucionario en su momento: un africano, nieto de rey, esclavizado en Surinam, se debate entre los conflictos derivados de su situación y el amor imposible hacia una esclava codiciada por el amo. Oroonoko protagonizará una rebelión y terminará torturado y descuartizado. La novela plantea diversos asuntos de interés: la necesidad de abolicionismo en un periodo muy precoz, la teoría del buen salvaje mucho antes de Rousseau, la reflexión sobre la dignidad del Hombre previamente a Defoe. Con frecuencia se la ha tildado como la primera novela de la literatura inglesa. Independientemente de lo preciso de esta afirmación, lo cierto es que Oroonoko se sitúa en los balbuceos del género y supone una total innovación en temática y estilo. En su día fue un éxito editorial que contribuyó a reforzar la consideración de Aphra Behn como indiscutible profesional de la literatura.