ELLE. Paul Verhoeven. 2016.

El hiperconocido realizador holandés inmortalizado por el ya lejano cruce de piernas de la señora Stone —menos primaveral que intensamente veraniega— vuelve a la carga con un thriller muy poco convencional y no muy comercial, de cuidadísimo y controvertido guión. Rompiendo las reglas más burdas del género, ese de personajes cliché y desarrollo de la acción previsible desde los primeros minutos de metraje, Verhoeven nos plantea una cinta tan inquietante como incómoda, muy bien administrada en cuanto a narración y a adrenalina, también en cuanto a sugerencias y a resoluciones, que exhala un vago aire a lo Haneke, y no solo por la identidad de su actriz protagonista. La historia, muy bien hilada, bucea con dolorosa obsesión —dolorosa para el espectador— en la personalidad siniestra de Michèle, encarnada con sublime y desgarrada frialdad por una Isabelle Huppert totalmente apabullante que catapulta su personaje hacia la perfección. Michèle es una psicópata destrozada y destructora, una depredadora emocional de su entorno —no muy amable, por cierto—, que conscientemente se aniquila y con ella a los demás. En el guión nos sobra alguna historia paralela —en especial la del hijo no nos aporta nada en absoluto—, quizá introducida por Verhoeven para relajar la descomunal tensión que genera su carácter central: «Elle», ella, sin duda, que expone ante la cámara la repulsión más honda, el abismo de una mujer que desconoce la piedad porque le ha sido arrebatada en la niñez en un episodio deleznable. La banda sonora pespuntea también con acierto el curso del filme, lo mismo que la cómplice iluminación. Elle es intensa, magnética, con destellos de cálida ironía. Verhoeven se lo ha pensado antes de regresar, pero lo ha hecho regalándonos una excelente película.

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