Dirección musical: Hartmut Haenchen. Dirección de escena:
Martin Kušej. Coro y orquesta titular
del Teatro Real. Intérpretes (principales): Eva-Maria Westbroek, Michael König, Vladimir
Vaneev, Ludovit Ludha.
Tal vez uno de los distintivos
esenciales que señalan el paso decisivo a la ópera de la contemporaneidad sea
el de la adopción de la brutalidad más descarnada como lenguaje estético y
musical. Las grandes pasiones, las grandes ambiciones, las grandes vilezas
conocen una sólida tradición a lo largo de la Historia de la Música, pero en la
ópera del siglo XX se pervierten hasta presentarse de forma hiriente: el pudor
se retira para dejar paso a una explicitud insensible y metálica, el horror humano
se cosifica y deviene grotesco, la tragedia y la risa —más bien sátira— se
mezclan en un concubinato no siempre fácil de digerir.
Si para muestra de este espantoso
vaivén necesitáramos un botón, sin duda ese podría ser la Lady Macbeth de
Mtsensk de Dmitri Shostakóvich, y más en particular la producción holandesa
que de esta ópera se estrenó ya en Ámsterdam hace cinco años bajo la batuta de
Mariss Jansons y con propuesta escénica del bien conocido Martin Kušej.
Ahora ese mismo montaje acaba de llegar al Teatro Real de Madrid con dirección
musical de Hartmut Haenchen, y podría calificarse sin caer en el exceso como
uno de los acontecimientos operísticos del año en España.
Decía Dios que no es bueno que el
hombre esté solo, pero pasó por alto que una mujer aburrida es más peligrosa
aún que un hombre solo. De ese aburrimiento (que por supuesto no es casual ni
simplemente misógino, como algún crítico ha apuntado, sino producto de un
contexto económico-social muy concreto) y sus atroces consecuencias trata Lady
Macbeth de Mtsensk, también de otros acontecimientos más vinculados al curso
de la Historia (enfrentamiento de clases, totalitarismo, represión y
exterminio) e incluso al propio curso privado de la Humanidad, en su vertiente
más in-humana o hasta des-humanizada (envidia, lujuria, instinto de
supervivencia, odio, violencia).
Como se ha dicho ya al comienzo,
la ópera contemporánea es pródiga en horrores varios, pero Lady Macbeth de
Mtsensk resulta particularmente desagradable. Y ello no porque en su libreto —por
otra parte muy justito, firmado por Alexander Preys y el propio Shostakóvich— se
recojan los asesinatos, fornicación, violaciones, maltrato y todo género de
inmundicias que ya aparecen en la obra literaria de Nicolái Leskov en que se
basa; sino por el modo en que este catálogo de degradaciones es presentado al
espectador. Esto es mérito absoluto de la partitura de Shostakóvich, quien
emplea un lenguaje musical pendular que oscila desde lo más glorioso a lo más abyecto,
sajando en su trazado la chabacanería más repulsiva que puede anidar en el ser ¿humano?
y dejándola expuesta en carne viva. Lady Macbeth es una obra poderosamente
visual. Lo que no logra Leskov con su relato maniqueo lo logra Shostakóvich con
mano maestra e implacable, introduciendo un cálamo ora cinematográfico ora
circense ora folclórico, con enormes pasajes sinfónicos, con ataques
sobrecogedores de la sección de metal y con instantes de un lirismo transparente
y conmovedor.
El montaje que ahora se ve en el
Real ha sido tachado de feísta y, sin embargo, a mí se me antoja un gran
acierto. Los personajes son gruesos o poco atractivos, sus gestos son toscos y vulgares;
es lo que cabe esperar de masas serviles que viven en la indigencia material y
espiritual. Boris, Zinovi y Katerina son comerciantes, pero de ella se nos dice
que ni siquiera sabe leer; no distan demasiado de la masa que les rodea:
simplemente han tenido mayor suerte, como también la han tenido los policías
corruptos que los manipulan, cuyo desahogo consiste en el ejercicio arbitrario
del terror.
Toda la primera parte (actos I y
II y la casi totalidad del III) transcurre en torno a un paralelepípedo acristalado
de pvc. Puede hacerse un poco pesada la presencia constante de este elemento, por
otra parte de simbología muy obvia, pero es efectivo en lo funcional. Hay dos
momentos en que esta idoneidad se hace patente: en el vago aroma a Tennessee
Williams y su Gata sobre el tejado de zinc que se desprende del encuentro de
Katerina con Serguéi y en la consumación de su libidinosa pasión, entrevista
entre cinematográficos fogonazos de luz helada. También deben subrayarse la
terrible escena de la violación de Aksinya, planteada con la crueldad que la
situación requiere, y los torturantes pensamientos que escalan la conciencia de
Katerina escenario arriba. La segunda parte (resto del acto III y acto IV)
exhibe una tremenda variedad escénica, con tres cambios de decorado en tan solo
una hora, siendo el más impactante el tercero, de gran complejidad técnica (de
hecho, hay que esperar lo suyo, tal vez demasiado, para verlo, aunque el
resultado vale la pena), a modo de subterráneo infierno donde se retuercen las
almas en pena condenadas a Siberia, vigiladas por policías y perros desde las
alturas. Pura barbarie.
En lo vocal, Katerina (Eva-Maria
Westbroek) está magnífica. Su voz extraordinariamente carnosa y bien
proyectada se adapta por igual a los momentos más dramáticos y a los líricos.
Es evidente que no solo es la gran estrella de la ópera, sino que además se lo
trabaja. Su partenaire Serguéi (Michel König) comienza con algo de flojera
pero su voz va cobrando colorido conforme avanza la obra y da la talla, aparte
de contar con gran expresividad y talento dramático. Más escaso se mostró el
rijoso suegro Boris Ismailov (Vladimir Vaneev), que acentuó sus esfuerzos
escénicos en compensación por una débil y poco empastada voz de bajo que se vio
arrollada por la orquesta, aunque sacó mayores medios en su intervención final
como preso siberiano, hasta el punto de no parecer casi el mismo cantante. Zinovi
(Ludovit Ludha) cumplió suficientemente en su breve papel, como cumplidores
estuvieron en líneas generales el resto de miembros del elenco, debiendo tal
vez destacarse a Sónietka (Lani Poulson) y al borracho delator (John
Easterlin), y por supuesto al coro.
La orquesta exhibe un precioso
sonido en las manos de Hartmut Haenchen y recoge con propiedad y sin desfallecimiento tanto los
imponentes tutti como los pasajes más intimistas. La idea de colocar en
escenas clave los metales fuera del foso, en los laterales del escenario,
resulta espectacular y envolvente.
En suma, una excelente producción que combate con alta frente la indiferencia y que aporta la incómoda visión de un entorno que, ya con un siglo a las espaldas, recuerda pavorosamente al nuestro propio.
En suma, una excelente producción que combate con alta frente la indiferencia y que aporta la incómoda visión de un entorno que, ya con un siglo a las espaldas, recuerda pavorosamente al nuestro propio.