LA ELECCIÓN DEL REY LOGAN

“Los seres perversos parecen hermosos al lado de otros más perversos: no ser lo peor también tiene mérito”, le dice a Gonerilda el Rey Lear en la tragedia del mismo título firmada por Shakespeare. El monarca se debate, viéndose en la ancianidad, entre las dudas que le suscitan sus tres hijas –Gonerilda, Regania y Cordelia– a la hora de ceder su reino. Para consolidar su confianza las pone a prueba, aunque en esa prueba se trastocan lo perverso y lo peor, y Lear acaba tomando una decisión equivocada. En el seno de la familia se gestan los sentimientos más rastreros. En las bárbaras tragedias que nos legó el Cisne de Avon se suceden sin tregua las mayores abyecciones paternofiliales, que demuestran que el de la sangre es el vínculo más propicio al odio desde tiempo inmemorial, y muy particularmente cuando en el entorno familiar se introduce también la variable del poder.
Esa misma espina dorsal –la miseria intrafamiliar que chapotea en el barro de la más alta ambición– es la que sustenta una de las series más adictivas de la televisión, Succession (creación de Jesse Armstrong visible en HBO), que en este mismo mes ha sido galardonada con los Globos de Oro precisamente a Mejor Serie (Drama) y asimismo a Mejor Actor de Serie de Televisión (por su protagonista, el actor escocés Brian Cox, en el papel del magnate de la comunicación Logan Roy). Igual que en las obras de Shakespeare nos asquean y sin embargo nos fascinan los turbios resortes que animan el alma de los humanos en contra de sus seres más próximos, en Succession sucumbimos a la repulsión que nos generan ese padre manipulador y déspota y caníbal, y esos hijos verdaderamente insanos, inútiles y repugnantes. No se trata, como pudiera pensarse, de otro culebrón de saga, sin estilo ni calado. El guion se construye a base de dagas mortíferas que vuelan sin cesar, de actos indecentes que atentan contra la moralidad más elemental, de humillación sin tasa hacia quienes deberían resultar más cercanos en afecto. Las maniobras empresariales son solo el marco que justifica la sordidez entre padres e hijos, y de hermanos entre sí (“A quien aspira a reinar cada hermano es un estorbo”, decía nuestro gran Calderón), en un aterrador despliegue de suciedad y traición en que los indicadores del respeto o el dolor se conciben muy lejanos. El análisis de la psicología del mal ejerce su atracción en Succession de modo inexorable, logrando que el espectador observe a los Roy con rechazo y magnetismo simultáneos… esbozando una sonrisa torcida.
Y es que el tono dramático se aligera con un constante sarcasmo que resuena sordamente como un bajo ostinato a lo largo de todas las escenas. No nos extraña ese eco tan peculiar cuando sabemos que, por ejemplo, ya el responsable del episodio piloto fue Adam McKay, director fundamental de la Nueva Comedia Americana y responsable de las recientes La gran apuesta (2015) y El Vicepresidente: más allá del poder (2018), en que abordaba con dinámica mordacidad la crisis financiera estadounidense y el rutilante ascenso del mediocre pero astuto Dick Cheaney en el entorno de George Bush. Succession no es ajena tampoco a la incisiva crónica de actualidad, retratando fielmente la corrupción política o los tejemanejes de los grandes conglomerados empresariales, a los que bien podría asignarse nombre y apellidos.
Un producto tan exquisito no podía presentarse en un envoltorio irrelevante, y he aquí que la cabecera de la serie es uno de sus guiños más preciados, que no en vano obtuvo en 2019 el Emmy a Mejor Música Original en Títulos de Crédito. Los créditos en sí, en su totalidad (música e imagen), son un logro absoluto y constituyen otro de los fuertes imanes de la serie: tomas del Manhattan financiero más fastuoso se entremezclan con una oscilante película de factura casera que rescata diferentes momentos de la vida familiar de los Roy, captando a los niños en sus primeras andanzas, a los padres ejerciendo desdén y autoridad, al patriarca realizando una elección de heredero que en el momento cancela, poniendo una mano sobre el hombro de su hijo mayor e inmediatamente dejándolo de lado; a la vez, se aprecia el ambiente de lujo apabullante (la gran casa, la finca sin límites, la hermosa vajilla…) y el exotismo del poder absoluto (los imponentes helicópteros frente al excéntrico elefante). La segunda temporada retoma los créditos de la primera, pero introduce sutiles cambios en la película familiar: si en la primera había una presencia destacada del hijo mayor, el Ícaro caído, en la segunda aparecen los cuatro hermanos, como una premonición del recrudecimiento de las luchas intestinas. En lo musical, son idénticos los créditos de ambas temporadas. El compositor Nicholas Britell nos brinda una obra de excepción, muy sofisticada, con un manejo extraordinario de lo clásico (preciosa, sinuosa e intensa melodía central, con gran protagonismo de la cuerda) y lo moderno, usando cuatro pianos en diferentes planos que, si por un lado evocan el Nocturno en fa menor, op. 55, de Chopin, al tiempo se acoplan con evidentes influencias del hip-hop en una intrigante disonancia que incita a escucharla una y otra vez. Nunca nos la saltamos, es inevitable.
La música tiene un peso muy medido pero sustancial en el desarrollo la serie. El tema central de la entrada se desarrolla en múltiples variaciones que arropan los diferentes capítulos, especialmente en los momentos más críticos, aportando un oscuro color a la acción, en tanto que la sección disonante se emplea a modo de burla en los pasajes más próximos a la comedia negra. Aparte, hay otros temas con importancia propia y que desencadenan giros decisivos en la trama: en el episodio 8 de la segunda temporada, Britell vuelve a hacer una jugada maestra con el rap del primogénito, en el que superpone una atrevida canción callejera sobre el Preludio en do menor, BWV 999 de Johann Sebastian Bach. Después de ese rap los acontecimientos se precipitan y se entra en barrena en la resolución final de la serie, con un final de impacto que nos pone en guardia ante la tercera temporada por venir.