LA ELECCIÓN DE CLARA WIECK

“Vivo encerrada en mi habitación. Sola con mi piano, vigilada por los criados y por los amigos de mi padre… Mas mi padre ignora la fuerza de un corazón enamorado”. Así se expresaba una Clara Wieck de apenas diecinueve años, evidenciando la fortaleza de espíritu que habría de ser su característica seña de identidad, su indesmayable compañera durante toda su vida. La rosa de invernadero que había criado con cuidado sumo su padre, Friedrich Wieck, para convertirla en la más refulgente llama del piano en el gran siglo del instrumento –admiradora de Liszt, admirada por Chopin– desplegó desde bien temprano sus espinas para defenderse primero contra la adversidad de su entorno, algo más tarde contra la acometida implacable de las pérdidas. Los años de infancia y primera juventud de Clara transcurrieron con relativa placidez, en un estricto entorno de aprendizaje musical seguido muy de cerca por su padre, quien diseñó una exitosa carrera para la portentosa jovencita, con alabados conciertos en las ciudades culturalmente más refinadas de Europa. 
Sin embargo, esa felicidad esencialmente fundada en lo profesional pronto halló un gran obstáculo en la presencia indeseada de Robert Schumann, por entonces un mero alumno de piano del austero profesor Wieck. La atracción mutua de Clara y Robert – este nueve años mayor–, también con un importante fundamento musical y seguramente con un indiscutible peso intelectual desde la mayor edad de él, venía a trastocar los planes dorados que Friedrich albergaba para su hija. Tras rechazar las pretensiones del joven de contraer matrimonio con Clara, comenzó una encarnizada lucha paternofilial por obtener la imposición de sus respectivas voluntades. El padre de Clara recurrió sin tapujos al ejercicio no siempre pacífico de su autoridad y también al señuelo de la vanidad del reconocimiento profesional, programando giras de conciertos para la díscola hija que se le escapaba poco a poco entre las manos. Clara, por su parte, da en estos meses un paso decisivo que sienta la orientación siempre a la sombra que habrá de definir el recortado curso de su carrera: tentada en los primeros instantes por la vida de concertista y compositora, hasta el punto de escribir algunas frías misivas al lejano Robert, acaba por dejarse vencer por la retórica del joven enamorado, sacrificando con ello el más alto vuelo de su talento musical.
De Ernst Theodor Amadeus Hoffmann sabemos que se entregaba con frecuencia a sustancias sedantes o alucinógenas –morfina, mescalina, alcohol– para aliviar el dolor que le procuraban la progresiva parálisis que había de acabar prematuramente con su vida, a la par que los siniestros tratamientos médicos decimonónicos que en vano buscaban la reanimación de su atrofiada musculación, con planchas al rojo vivo. Hoffmann era un melancólico, también un arrebatado, un apasionado, un loco como su propio alter ego, Kreisler, aquel literario inspirador de la diabólica página pianística que Schumann dedicó a su Clara con palabras inquietantes, intentando evitar con su embriagadora seducción la amenazadora huida de la novia: “Toca mi Kreisleriana a menudo. En algunos movimientos hay ciertamente un amor salvaje, y tu vida y la mía, y cómo eres”. 
El resto de la historia es más o menos conocido y, en todo caso, fácilmente imaginable. Apenas unos meses más tarde de estos incendiarios pasajes, Friedrich Wieck intenta atajar el salvaje amor de su hija en los tribunales, cursando una denuncia por alcoholismo contra Schumann. La violenta reacción del padre desencadena el fervor pasional de la pareja, que no repara en acudir a abogados en París y Leipzig, y a amigos comunes de notable renombre: el propio Mendelssohn se ofreció para testificar a favor de los novios en el proceso y los acogió en su casa de Berlín. Los tribunales acabaron por dar la razón a los jóvenes y a autorizar su casamiento, sustanciando con ello la peor pesadilla de Friedrich Wieck. Clara dejó de portar su apellido y pasó a llamarse Schumann, sellando su destino para siempre con tan solo veintiún años.
A pesar de su arrolladora plenitud –Clara fue capaz de continuar haciendo música y dando conciertos, al tiempo que sacaba adelante a una familia de ocho hijos—, a pesar de la entereza con que sobrellevó la muerte de cuatro de sus vástagos y la terrible locura y decadencia de su esposo en el siniestro sanatorio mental de Endenich, a pesar de su éxito crepuscular –musa imposible de Brahms, profesora del Conservatorio Hoch de Fráncfort–, sobre su faceta profesional planea un pájaro de curso melancólico. Porque aquella muchacha que cautivaba a los exigentes auditorios europeos; aquella jovencita ardiente y aún soltera que compartía piso en París con Paulina García Viardot, a la que admiraba por su reconocimiento y su brillantez profesional; aquella mujer casada que escandalizaba por su osadía de tocar el piano sin partitura; aquella Clara que componía con relevancia y de la que Chopin dijo que era la única capaz de interpretar su obra en Alemania… esa mujer siempre supeditó sus inclinaciones y deseos a los de su marido. Aun cuando este la estimaba, su afirmación tajante al entrar en su nuevo hogar matrimonial no dejaba lugar a dudas: al ver Clara uno de los ángulos del salón como espacio ideal para situar el instrumento, Robert desechó cualquier posibilidad alternativa con un cortante “en esta casa solo puede haber un piano”. 
Ese único piano es el que aún hoy sigue sonando, asfixiando la personalidad de Clara. Y es que no parece posible hablar de Clara Wieck si no es de Clara Schumann. Ella misma eligió como repertorio preferente en sus conciertos el de su marido Robert, igual que en sus ‘Diarios’ la presencia del esposo es un eclipse constante. Las grabaciones de su música son escasas y dispersas. En las películas que se han rodado sobre los Schumann –Canciones de amor (1947), de Clarence Brown, con Katharine Hepburn, o Sinfonía de primavera (1986), de Peter Schamoni, con Nastassia Kinski– ella presenta un perfil desdibujado más allá de su amor abnegado. Quién sabe lo que Clara Wieck pudo realmente añorar en lo más hondo de su corazón; su propia hija Eugenia dijo de ella cuando murió: “Al fin se apagaron aquellos ojos que siempre parecían ver un mundo más bello que este”. Lo que sí sabemos es que el siglo XXI sigue manteniendo una gran deuda con esta gran mujer, con esta gran intérprete y compositora, que nos permitimos recordar, como en la efeméride de este 2019, apenas una vez cada doscientos años.