EXCELENCIA ENTRE GOTERAS

En mitad de un torrencial aguacero ha tenido lugar la segunda cita de Octubre en la programación musical de la temporada de Otoño en el Palacio de Festivales. Es probable que la adversa climatología disuadiera a cierto número de espectadores de acudir al concierto de la Camerata de la Royal Concertgebouw Orchestra. La climatología… y, todo hay que decirlo, también el estado de vergonzoso abandono en que la institución responsable sigue manteniendo el Palacio de Festivales, en lo estructural y en lo organizacional. Las cabezas visibles de la Consejería de Cultura y de ese ente llamado Sociedad Regional se hacen irrelevantes fotos en la prensa y se pasean de aquí para allá sin dar un palo al agua y sin coger por los cuernos, entre otros, el toro del vacío palaciego, con una programación ya cerrada a la que sin embargo no se dedica la indispensable atención en los medios para promocionarla debidamente. No pareciendo esto bastante, la situación es en realidad más grave, con quejas directas de los músicos por el mal trato que se les dispensa al llegar a la ciudad: nadie los recibe, se les dificultan los horarios de ensayo, se les da un manojo de llaves y se les dice que se las arreglen para encontrar los camerinos y los interruptores de la luz; por no hablar de que cuando salen a escena se encuentran con un aforo demediado y con unos programas de mano tirados deprisa y corriendo. Tal vez algunos cargos públicos deberían despertar de la siesta, rascarse la mollera y plantearse que la sustanciosa nómina que cobran se la pagamos para trabajar; y, de paso, para que intenten no labrarnos la imagen tan penosa que estamos exportando a otros lugares y entornos profesionales, pues podemos asegurar que el runrún ya está corriendo.
No es raro, pues, con semejante panorama que la Sala Argenta presentara el sábado en la noche un aspecto un tanto triste, ocupada tan solo en su parte central, a pesar del gran concierto que tuvimos ocasión de presenciar… ni siquiera pausado por ¡las goteras! –sí, sí, también goteras– que empezaron a caer sobre la zona delantera del patio de butacas.
Es un placer poder escuchar repertorios infrecuentes en el escenario de la Sala Argenta como fue el caso en este fin de semana, en que se nos ofreció un programa no solo inusual, sino también perfectamente engarzado, con dos obras de comienzos del siglo XX de delicada orfebrería que muestran sin tapujos la exquisita tradición musical y cultural de la que beben, al tiempo que el apabullante refinamiento de la Viena que arrogante se asoma a la contemporaneidad: los Siete Lieder tempranos de Alban Berg (en reciente arreglo de Reinbert de Leeuw) y la Sinfonía 4 en Sol Mayor de Gustav Mahler (a su vez en un arreglo para orquesta de cámara de Erwin Stein, alumbrado bajo la atenta supervisión de Arnold Schoenberg). 
A pesar de anunciarse por megafonía que la soprano holandesa Judith van Wanroij padecía una afección gripal, lo cierto es que su desempeño vocal fue impoluto. Cantante de exquisito gusto, precioso y aterciopelado timbre y acariciadora musicalidad, demostró por qué ha venido siendo una de las voces últimamente más deseadas del Barroco y por qué tales cualidades la hacen perfecta para el lied: proyección exacta, volumen preciso, dicción diáfana y expresividad suma. Brilló asimismo en el emotivo cuarto movimiento de la sinfonía mahleriana, transmitiendo un etéreo júbilo de consumado lirismo.
La agrupación camerística holandesa acometió con ejemplar transparencia la adaptación de Stein, haciéndole perder su carácter original en cierto modo “didáctico” y subrayando en cambio la complicidad inicial de Mahler con las diferentes secciones orquestales, a las que ya en su composición integral había concedido obvio protagonismo. Los miembros de la Royal Concertgebouw Orchestra nos deleitaron con alígeras texturas, en pasajes deliciosos que no por perder masa instrumental perdieron intensidad, subrayando su desnuda emoción, como en el arrebatador “Ruhevoll” (del que Mahler confesó en una ocasión que fue inspirado por la expresión ensimismada de la estatuaria religiosa medieval).
Lucas Macías fue un director inteligente que supo ensalzar la belleza y recovecos de la partitura, dejando a la vista su contundente aunque sutil esqueleto, matizando y graduando el hermoso color de la excelente formación holandesa con sus manos, sin batuta. 
Una lástima que tanto placer no llegara al suficiente público –y que lo que llegó, lo hiciera como lo hizo– por obra y desgracia de una pésima gestión.