EL CANTO CENICIENTO DE LOS DIOSES

En estos días -en concreto, el 22 de septiembre– se cumple el sesquicentenario del estreno de una de las obras cumbre de la música e incluso de la cultura occidental: la Tetralogía wagneriana de El anillo del nibelungo. Por expreso empeño del rey Luis II de Baviera, y contrariando con ello la voluntad de Richard Wagner, se representó en el Hoftheater de Múnich la primera entrega del Anillo: El oro del Rhin, si bien con carácter independiente, desvinculado de lo que luego sería la tetralogía. En realidad, Wagner había comenzado a escribir los textos de las óperas componentes de la Tetralogía ya en 1848, año particularmente conflictivo en Europa: en el contexto de la plena eclosión de la Revolución Industrial, se publica el Manifiesto Comunista de Marx y Engels, se proclama la Segunda República francesa (y con ella la abolición de la esclavitud) y asimismo la República de San Marcos de Venecia se sacude el yugo austriaco, al tiempo que hay una importante revuelta en Budapest. En suma, “un fantasma recorre Europa” y circulan vientos de cambio que de algún modo se hallan en la trastienda de unas obras que contemplan cómo giran los goznes de una puerta que se abre a un mundo enteramente nuevo. En el contexto de la corte del “Rey Loco”, aficionado a la mitología, a las hadas, a los castillos de fantasía sin medida y, en consecuencia, al formato más rabiosamente absolutista del poder, el arranque de la Tetralogía –ese prólogo que es realmente El oro del Rhin, aunque en aquel momento aún no lo fuera como tal– había de resultar sugerente en modo extraordinario.
Sin embargo, el de la Tetralogía es un universo tan seductor por sus referencias a la arqueología del pensamiento humano como desconcertante en su desarrollo y resolución final. Wagner no era ajeno a este concepto en cierto modo “evolucionista” de su gran obra, ya en su configuración definitiva, que en conjunto plantea una cosmogonía que acaba por autoconsumirse en un gran cataclismo emocional. Por ello no estamos meramente ante un grandioso constructo musical: la Tetralogía wagneriana, aun con todas sus contradicciones e incoherencias narrativas, es una meditada propuesta acerca de un mundo en que hay poderosas fuerzas que se enfrentan en un conflicto que solo encuentra salida en la destrucción y su posterior renovación. No es tan difícil conectar esta lectura con el agitado entorno en que vivió el compositor de Leipzig, con el huracán de auges y caídas en el agitado escenario político europeo; o incluso pensar si acaso, con la extinción de las últimas notas de El ocaso de los dioses, con el danzarín revoloteo de las catárticas cenizas del Valhalla, no estaremos ante un lampedusiano cambiar para que nada cambie.
Lo que es cierto es que la forma de la ópera sensu stricto se le quedaba pequeña a Wagner para exponer tales asuntos. Por ello él prefería hablar en términos mayores de ‘drama’. Un drama que miraba hacia la mitología nórdica y germánica, y que también bebía en estructura y temas de los grandes autores clásicos de la tragedia griega. Un ambicioso drama, pues, de aproximadamente quince horas que trascendía las limitaciones del género operístico, para el que incluso Wagner proyectó la construcción de un teatro adecuado donde poder representar el Anillo en su integridad. Apenas un año después de la representación, también aislada, de La valquiria, Wagner se traslada a una pequeña población bávara: Bayreuth, donde al fin, con la ayuda de Luis II, logra realizar su sueño de levantar un contenedor específico para su gran obra. El Feestpielhaus de Bayreuth se inaugura en agosto de 1876 con la primera representación completa del Anillo.
A día de hoy es muy difícil, fuera de Bayreuth, asistir a representaciones del Anillo por el esfuerzo ingente, a todos los niveles, que supone su puesta en escena. Así que cuando algún teatro acomete semejante tarea es inevitable que capte nuestra atención y respeto. En esta misma semana ha tenido lugar en el Teatro Campoamor de Oviedo la representación de la última jornada del Anillo: ese Götterdämerung u Ocaso de los dioses que ha dado cierre a las representaciones sucesivas durante otras tantas temporadas de los cuatro episodios de la Tetralogía. La programación de este título en esta temporada ha supuesto un notable acontecimiento cultural a nivel nacional, con asistencia de espectadores de diferentes comunidades autónomas, y por supuesto muchos de Cantabria. La veterana Ópera de Oviedo ha demostrado, dejando de lado las llantinas generalizadas de políticos y programadores acerca de los costes de un espectáculo de estas características, que con un adecuado nivel de implicación de instituciones, organizadores y público es posible tener en cartel títulos operísticos de primera línea.
Para este Götterdämerung se ha optado por una versión semiescenificada. No por ello se ha visto perjudicada la amenidad ni la apuesta escénica, pues la orquesta –en este caso, las orquestas: Oviedo Filarmonía y Sinfónica del Principado de Asturias– se saca del foso a la vista de los espectadores; su mera presencia, con sus más de cien músicos, es imponente, pero además un enorme acierto por cuanto permite apreciar deliciosas peculiaridades de una partitura tan extensa. Asimismo, los cantantes se presentaron sin atriles, con vestuario ad hoc y se movieron libremente no solo por la corbata del escenario sino también en el patio de butacas, creando interesantes efectos y una acción envolvente. Si la propuesta sacrifica parcialmente la escenografía –y decimos parcialmente porque se optó por unas proyecciones tridimensionales de sustitución–, se decantó en cambio por un espléndido elenco de voces. Por razones obvias, es muy difícil presentar –y aquí se hizo— un proyecto vocalmente tan valioso y homogéneo en una ópera de Wagner como el que hubo ocasión de escuchar en el Götterdämerung de Oviedo. Desde la espléndida, ora lírica ora dramática, y siempre expresiva y brillante Brünnhilde de la soprano Stéphanie Müther (que reemplazó a la inicialmente prevista Elisabete Matos), pasando por el apabullante Siegfried del tenor Mikhael Vekua (con dominio total de su instrumento en todos los registros y magníficos volumen y proyección), el entregado Hagen del bajo barítono Taras Shtonda (muy versátil y de canto elegante aunque algo justo en algunos pasajes), sin olvidarnos de la Waltraute de la poderosa e impactante mezzo Agnieszka Rehlis (que saliendo desde el fondo del patio de butacas nos regaló, en su intensísimo dúo con Brünnhilde, uno de los momentos más arrebatadores de la noche), todos ellos compusieron un reparto principal más que solvente, que se vio muy bien acompañado por el Alberich de Zoltan Nagy, el Gunther de Boaz Daniel, la Gutrune de Berna Perles (que doblaba como Norna) y las Nornas y las Hijas del Rhin (Cristina Faus, Sandra Fernández, Marina Pardo, Marina Pinchuk y Vanessa Goikoetxea). No puede dejar de mencionarse la intervención de las voces masculinas del Coro de la Ópera de Oviedo, reforzadas por el Coro Intermezzo, ubicadas en los laterales del patio de butacas; contestando con imponente fiereza a las arengas de Hagen, lograron multiplicar su número real con su energía y excelente empaste, deparándonos otro de los pasajes más vibrantes de la ópera.
Todo este trabajo se vio debidamente arropado por una excelente dirección orquestal, a cargo del alemán Christoph Gedschold, batuta titular de la Ópera de Leipzig. Gedschold desarrolló una titánica tarea concertante surcada por refinados contrastes y certero fraseo, respetuosa al máximo con los solistas vocales e instrumentales, haciendo disfrutar al público de cada meandro de la partitura. Menor fortuna corrieron las propuestas de vestuario y proyección de imágenes: paupérrimo y desangelado el primero, descontextualizadas las segundas (y muy molesto, por cierto, el foco de luz, implacablemente dirigido a las retinas de los espectadores del patio de butacas). Pero estos fueron problemas menores que no resistirían las llamas purificadoras del Valhalla. Más allá del fuego y sus despojos queda en el corazón el canto ceniciento de los dioses.