ALLEGRO MA NON TROPPO

Como todos los veranos, casi en el mismo momento en que se extinguen las últimas notas del concierto final del Festival Internacional de Santander comenzamos a reflexionar sobre lo que hemos presenciado en agosto y lo que más y menos nos ha satisfecho de su oferta. Aunque no solo. Pensamos también sobre otros detalles que hemos podido apreciar acerca del Festival, que trascienden lo meramente artístico. Y todo ello arroja una sensación final en la que es inevitable que se entremezclen las luces y las sombras.
Desde el estricto punto de vista de la programación, el balance que resulta del 68 Festival ha presentado escasa homogeneidad cualitativa y una cierta irregularidad. Veladas indiscutiblemente luminosas se han alternado con otras bastante deficientes, al tiempo que algunas de las citas de las que más cabía esperar nos colmaron mucho menos de lo deseable. La Mahler Chamber Orchestra, dirigida por un nervioso Jakub Hrusa, no dejó el mejor sabor de boca en la jornada inaugural, y algo similar ocurrió con el cierre del festival, en que la Orchestre de la Suisse Romande sufrió lo suyo en la primera parte con Jonathan Nott. El Ballet Nacional Sodre consiguió convertir en banal y bostezante la figura referencial de Don Quijote, y al día siguiente de semejante banderilla los espectadores fuimos descabellados por el Farinelli de Miguel Rellán y Carlos Mena, muy flojos en lo suyo cada cual, a pesar del bello encaje tejido por los músicos de Forma Antiqva. El “deseado” Javier Camarena dispensó un pintoresco recital en que sus agudos de infarto se impusieron a su sensibilidad, en compañía de un pianista no demasiado afortunado de nombre olvidable. La otra gran “presencia” de este Festival era la de Maria João Pires, que tampoco nos regaló su mejor noche. A cambio, disfrutamos jornadas brillantes con Simon Rattle (siempre caballo ganador), con el inefable Bach de Ton Koopman y la Amsterdam Baroque Orchestra & Choir y con el Mozart celestial de Marc Minkowski; todas ellas joyas de una espiritualidad conmovedora y de benéfico efecto en nuestra memoria. Muy interesantes fueron también el audaz proyecto de la integral de los conciertos para piano y orquesta de Beethoven a cargo de la London Philarmonic Orchestra, así como el espléndido y esforzado trabajo musical y visual de Capella de Ministrers en ese generoso capítulo que suele denominarse “otras músicas”, sin olvidarnos, ya dentro de los Marcos Históricos, de la delicada belleza de los repertorios más minoritarios de Gli Incogniti, Ars Atlántica, Al Ayre Español o Cantoría.
Es una evidencia que el Festival Internacional debe ser objeto de especial protección por cuanto encierra de efecto identitario para Santander, al igual que sucede con otras manifestaciones culturales muy concretas de nuestra ciudad. Pero también lo es que el Festival debe reciclarse y reivindicar precisamente una identidad nueva, acorde con los tiempos actuales, que tienen ya poco que ver con lo que se respiraba en aquellos años que muchos nostálgicos impenitentes aún relacionan con la Plaza Porticada. De la añeja época de la pretérita dirección del FIS perduran algunas cojeras que sería aconsejable desechar: el efecto “hermano menor” respecto de la Quincena Donostiarra, la política de precios exorbitados, los programas conservadores y la ausencia de una personalidad propia (que se sustanciaría con un concepto mejor definido). Nunca se ha entendido muy bien por qué una parte no desdeñable de la programación santanderina es un calco –y además a posteriori– de la de San Sebastián; una cosa es aprovechar alguna visita interesante cercana y otra refugiarse a la sombra de un festival más poderoso, frente al que siempre se perderán enteros. Incluso la programación de los Marcos Históricos –aun recientemente reconocidos con uno de los premios GEMA de Música Antigua– es casi idéntica a la que desarrolla la Quincena en el Convento de Santa Teresa (cuando en estos momentos son decenas los ensembles de primera línea a los que se puede recurrir). No cabe decir lo mismo de los precios, curiosamente bastante más bajos en Donostia (entre un 30 y un 50%, según zonas, y fijándonos en el mismo concierto: la Mahler Chamber Orchestra inaugural costó 60 euros en San Sebastián y 100 en Santander). La programación sin riesgos también es un lastre que debería aligerarse: se comprende que un festival debe hacer caja para sobrevivir, y que lo logra sobre todo con conciertos confortables, pero también es deber ineludible que investigue, que explore nuevas rutas, que influya en la formación y la emoción del público con propuestas diversas y variadas. No es solo que se eche (mucho) en falta la ópera, es que también deberían ofrecerse repertorios menos trillados (la fijación con el XIX y la evitación del XX es una constante en múltiples programaciones), intérpretes que no nos visiten sistemáticamente año tras año y estéticas más atrevidas (verbigracia, en danza, la mera comparativa entre el frustrante Quijote del Plata del FIS y la deslumbrante Antígona de la Quincena Donostiarra parece suficientemente ilustrativa). Por todo ello (y por más) nuestro festival nos hace felices, pero no del todo. Lo cual, por otra parte, tiene la ventaja de hacernos mirar siempre al horizonte, en actitud de espera y esperanza. A ver qué nos depara el 2020