EXCELENTE NOCHE SINFÓNICA

La London Symphony Orchestra, en su ya consolidado maridaje con el director Simon Rattle, va cosechando éxito tras éxito en cada escenario que visita. La receta de tal éxito es un secreto a voces: obviamente, hablamos de unos músicos de extraordinarias solidez y profesionalidad, pero también de unos programas que buscan, y consiguen, conectar con la pulsión más emocional del público.
Rattle y la LSO ya visitaron el Festival Internacional de Santander el pasado año con una memorable Novena de Mahler, y en la presente edición han vuelto a repetir con la Segunda de Rajmáninov; obras muy queridas y conocidas, y que a la vez encierran una complejidad compositiva que permite que un gran director y una gran orquesta saquen a la luz hasta el mínimo detalle de su preciado esmalte; algo que sin duda volvió a ocurrir en la noche del domingo.
En realidad, la jornada se inició con la Sinfonía 86 en Re Mayorde Haydn y con la célebre Guía de orquesta para jóvenesde Britten en la primera parte, quedando Sergéi Rajmáninov para la segunda. El concierto fue progresivamente de menos a más. Haydn resultó correctísimo y sin embargo carente de calor. La acusada presencia de percusión y trompetas en esta obra –presencia por otra parte excepcional en el ciclo haydniano de las Sinfonías de París– favorece el lucimiento de una gran orquesta, y en verdad Sir Simon –sin partitura– y la LSO realizaron un gran desempeño, aunque se les ha escuchado con mayor hondura psicológica en otros repertorios. Por otro lado, la ejecución se vio interrumpida por los sonoros aplausos de los espectadores a causa del grueso error de transcripción de los movimientos de la sinfonía en el programa de mano, lo que obligó a una reconducción forzada de la obra por un bienhumorado Rattle. La pieza de Britten, muy didáctica y en cierto modo liviana por su pragmático concepto, tuvo la gran virtud de permitirnos apreciar la belleza cromática y tímbrica de cada sección orquestal y de las diferentes familias de instrumentos; la mera contemplación de la masa orquestal de la LSO en su conjunto sobrecoge, más aún cuando vemos cómo ese gran mecanismo va desplegándose progresivamente y a la perfección bajo las atentas indicaciones de su director. 
Sin embargo, todo en la noche se encaminaba a la Sinfonía número 2, op. 27de Rajmáninov, plato fuerte de una hora de duración –una de las sinfonías más largas entre las de sus contemporáneos– en que el compositor ruso entonces retirado en Dresde –huido de la agitada Rusia de 1907– supo condensar la tristeza más profunda y el arrebato más pasional, de manera sucesiva y a veces incluso superpuesta, en un imbricado mosaico que exige una mano muy experta para ser desentrañado. El tema principal, expuesto por violonchelos y contrabajos, y que regresa una y otra vez, nos envolvió con la extrema, asombrosa tersura de la cuerda. El segundo movimiento, rápido y brillante scherzo, se coronó con la tenebrosa evocación del Dies Irae–elemento ya presente en la Primera Sinfonía del compositor–, que subrayó la imponente presencia y poderío de la sección de metal de la LSO. Ya en el Adagio, el impecable concertino procedió a cantar su tema, exquisitamente romántico, respaldado por el viento, para acabar desembocando en el clímax del Allegro Vivace final, colmado de energía y sin embargo recorrido por un tono desolado, en el que confluyen los diferentes temas en un abigarrado tapiz instrumental y sentimental. En todo ello, Rattle como orfebre finísimo a la par que entusiasta, fue entretejiendo hilos, pespunteando indicaciones, requiriendo respuestas a un conjunto instrumental robusto pero sedoso, perfectamente empastado, de sonido compacto y colores sin fin. El resultado fue una sinfonía precisa, aquí sí con admirable estilo, meticulosa, elegiaca, febril y conmovedora. 
Justo fue que se premiara con gran ovación a director y orquesta, que como propina ofrecieron una curiosa transcripción para orquesta de una de las atmosféricas e intimistas Gymnopédiesde Erik Satie.