CUANDO EL AUTOR ES OTRO

Hablar de interpretación historicista en 2019 ya no es lo mismo, por fortuna, que hace no demasiados años, a pesar de que aún el peso de las “grandes grabaciones” de los “grandes directores” –en especial grabaciones y directores con varias décadas a sus espaldas, considerados en cierto modo como intocables vacas sagradas– sigue gozando aún hoy de indiscutida relevancia para el gran público, incluso para un sector del público verdaderamente melómano. Entre una Pasión según san Mateo de Karl Richter y una de John Butt la elección es clara; no hace falta recurrir a la estadística para saber que una gran mayoría se decantaría por la de Richter, es más, apenas conocería quién es John Butt, y si oyeran la de este les resultaría áspera y seca. Beecham opinaba literalmente del sonido del clave, instrumento esencial del Barroco, que se asimilaba al de “dos esqueletos fornicando sobre un techo de uralita”. Podríamos multiplicar las citas y ejemplos por los que, durante más de un siglo, la música barroca se ha interpretado, cuando se ha hecho, eludiendo cualquier criterio historicista, y se ha visto también en consecuencia drásticamente relegada en las programaciones, acaparadas por la música de finales del XVIII en adelante –pero sin sobrepasar el primer tercio del XX, que la contemporánea también sufre lo suyo–.
El trabajo incesante y minucioso de investigadores, intérpretes y musicólogos en general, sumado a la proliferación cada vez mayor de festivales y encuentros especializados en los repertorios antiguo y barroco, han dado sus frutos, hasta el punto de que ya no resulta tan difícil escuchar interpretaciones con instrumentos originales y programas con autores infrecuentes, lo mismo en disco que en directo. Eso sí, una constante acompaña a estas músicas: las casas de discos casi exclusivas o minoritarias –con honrosas y notables excepciones– y los escenarios de corte patrimonial (iglesias, lugares con valor histórico…), habitualmente ajenos a los auditorios tradicionales.  
Pero más allá de que prefiramos una versión de Bach por Glenn Gould o Pierre Hantaï o Jean Rondeau, lo más interesante de la interpretación historicista es la diversidad de puntos de vista que sugiere respecto a la música per se y a conceptos que, resultando incuestionables en el siglo XXI, eran mucho más flexibles en periodos pretéritos. Uno de ellos sin duda es el de la autoría en la composición: el recurso a la imitación, a la copia –incluso al autoplagio– y la ausencia de densa legislación en torno a los derechos de autor, sumergía a los músicos en una curiosa situación en la que adaptar lo que se admiraba en otros o reutilizar material propio o reescribir partituras ajenas era menos delito que homenaje. Este modo de pensar, por cierto, no era nuevo, sino dignamente heredado de los clásicos: ya Horacio en su momento cantó las virtudes de la abierta imitación de los maestros precedentes, desde una atalaya en que la cultura no se entendía como compartimentada por nombres y apellidos sino como un legado que debía transmitirse con la máxima nobleza y en el que el autor tenía una función prácticamente adicional e instrumental –aun no por ello menos libre–. En este sentido, no era infrecuente en el Barroco y en relación con los “grandes” autores el hecho de tenerlos no ya como referencia, sino como fuente de creación directa, hasta el punto de que multitud de composiciones de nombres más modestos han sido atribuidas, bajo el polvo de los siglos, a aquellos ilustres referentes. 
Y ya que hemos mencionado a Johann Sebastian Bach, a nadie se le escapa que Bach precisamente es con toda probabilidad unos de los compositores que más se copió a sí mismo y que a la vez ha sido más imitado y transcrito y arreglado y reversionado hasta el infinito; por su parte, él mismo gozó tomando sutilmente temas, efectos, formas... de sus colegas europeos, sin mencionar nunca su procedencia –y a la vez sin ocultar sus concretas admiraciones, derivadas en unos casos de amistosas coexistencias y en otros de una suerte de mastodóntica herencia musical de maestros precedentes–. Esta circunstancia para nada ha empañado la consideración que debemos al gran compositor, ni el halo de creador cuasi-sobrenatural que con justicia le acompaña. Como antes se ha dicho, el ensalzamiento del autor como ser único e irrepetible –y legalmente inimitable– es un constructo muy posterior afectado por un dudoso concepto de lo romántico.
Todo esto va a poder apreciarse en la que sin duda será una de las grandes citas del Festival Internacional de este año, aunque probablemente quede bastante desdibujada para el público mayoritario por situarse en el contexto de los Marcos Históricos. Nos estamos refiriendo a los dos conciertos que el laureado y admirable ensemble Gli Incogniti, con la refinada violinista Amandine Beyer al frente –acompañada de Manuel Grantiero (traverso), Baldomero Barciela (viola da gamba) y Anna Fontana (clave)–, va a ofrecernos primero en Noja (6 de agosto) y al día siguiente en Ampuero. BWV… or not? The inauthentic Bach with authentic instruments es el nombre asignado a la propuesta, que con seguridad recorrerá varias de las piezas abordadas en un registro grabado hace apenas año y medio para el sello Harmonia Mundi por esta agrupación que ha recolectado merecidamente todos los reconocimientos habidos y por haber entre crítica y público. Tendremos, pues, oportunidad de escuchar preciosas piezas como la en su momento clasificada como Sonata BWV 1024, que en realidad debe atribuirse a Georg Pisendel, el virtuoso violinista de Dresde, o la fantástica Sonata BWV 1038, también catalogada en el repertorio de su hijo Carl Philipp Emanuel, de la que se desconoce en qué medida exacta participaron padre e hijo. Cuando la identidad del compositor original se desvanece y solo queda la autenticidad de su voz podemos sentir una verdad despojada de vanidad y nombres, el corazón inaprensible de la música. 

PARA ESCUCHAR


J. S. BACH: BWV… or not? Gli Incogniti. Amandine Beyer. Harmonia Mundi, 2017.
Magnífico disco, como todos los del ensemble Gli Incogniti, que siempre está a la caza de deliciosas rarezas musicales, y que en esta ocasión aborda piezas tradicionalmente atribuidas a Johann Sebastian Bach cuya auténtica autoría se ha desvelado en tiempos más o menos recientes, así como otras que sí son propias del repertorio bachiano pero que incluyen alguna peculiaridad –por ejemplo, la Suite BWV 1025, nacida de la recíproca amistad entre Bach y Sylvius Leopold Weiss, que es realmente una transcripción para clave realizada por el Cantor (a la que además añade una nueva voz para violín) a partir de una bellísima obra del laudista de Dresde. Impecable y emocionante ejecución, por supuesto con instrumentos originales.