INOLVIDABLE DESTINO DE DIDO

En enero de 1661 el cuerpo de Oliver Cromwell fue exhumado de su sepulcro en la Abadía de Westminster. Descuartizado en la ciudad de Tyburn —célebre por sus peculiares patíbulos y sus indiscriminadas ejecuciones— y posteriormente arrojado a una fosa, solo su cabeza se salvó de la tierra para acabar expuesta en una pica frente a la Abadía. Cromwell forma parte de esa privilegiada lista de hombres de Estado cuyo cadáver fue profanado en razón de sus «méritos» en vida: Vlad el Empalador, Ricardo III, Rasputín o Mussolini se cuentan entre sus compañeros de destino póstumo. En los años previos, entre 1653 y 1658, Cromwell había instaurado un régimen de terror y puritanismo exacerbado, con evidentes privilegios concedidos al ejército en exclusiva, con una acusada práctica de la esclavitud y con persecuciones y torturas dispensadas generosamente a quienes se atrevían a disentir de los principios religiosos del Protectorado. Tampoco la música escapó a sus temibles designios: la composición de difusión «oficial» se veía bastante dificultada por sus irrevocables imposiciones y tuvo a bien prohibir el uso de instrumentos musicales en los templos, hasta el punto de llegar a ordenar la destrucción de los órganos que atesoraban las iglesias. Apenas quince años antes, Cromwell había sido responsable directo de la muerte de uno de los —así reconocidos— verdaderos «padres de la música» inglesa: William Lawes recibió un balazo en la cabeza luchando precisamente contra el dictador en la búsqueda de un rector político menos sanguinario. Lawes es el nombre que con todas sus letras ocupa el espacio sagrado entre John Dowland y Henry Purcell aunque, inexplicablemente, es menos conocido que ellos. 
La Restauración de Carlos II conllevará, por una parte, una relajación de las exigencias religiosas y morales, en reacción a la etapa represiva y represora del Protectorado. La cultura también vive un momento de esplendorosa resurrección, y acabó por aflorar como las aguas, que cuando ven bloqueada una salida horadan la roca hasta hallar otra. La era de Carlos II, por otro lado gran amante de la música, es la era del que Roger North llamara «el mayor genio musical que jamás tuvo Inglaterra», un genio tras cuya desaparición volvería a instaurarse la oscuridad autóctona, precisamente por las décadas previas de aislamiento cultural y musical respecto a Europa.
Purcell alumbró la maravilla que es el Dido y Aeneas en el periodo final de su vida —lo que tampoco es decir mucho, ya que murió a los 36— tras adaptarse a los gustos y exigencias de tres monarcas sucesivos (Carlos II, Jacobo II y Guillermo III). A diferencia del resto de composiciones escénicas del inglés, Dido y Aeneas no entra en la categoría en él habitual de semiópera, en el sentido de que no incluye partes habladas. El Dido y Aeneas constituye una belleza ininterrumpida de una hora en la que sin duda sobresale el célebre «Lamento de Dido», pero que está cuajada de varios pasajes memorables. Puede afirmarse sin hipérbole que Dido y Aeneas es la primera ópera inglesa propiamente dicha: Purcell abre en su tierra las ventanas a un género que ya llevaba un siglo de recorrido en Europa pero sobre el que nadie hasta el momento en Inglaterra había sabido reflexionar, mucho menos proponer una composición ad hoc. En realidad, la propia estructura del Dido y Aeneas es singular: apenas algo más de una hora de duración, un dramatismo limitado, un libreto minúsculo de Nahum Tate. Pero cuánto talento en una obra de cámara en que resuenan grandiosas reminiscencias corales de la Antigüedad y se recrea de manera inmortal no ya el sobado mito de la fémina desdeñada o despechada, sino la imperial e imperiosa dignidad de la mujer que ordena que su destino muera en el olvido por no admitir sufrir un solo «no», por no admitir que el ingrato Eneas pensara siquiera en el rechazo de algo para ella sagrado, aun antes de expresarlo con palabras. 
Precisamente por sus peculiaridades no ha sido el Dido y Aeneas una ópera muy representada. Sin embargo, hace apenas dos semanas se ha podido disfrutar de una propuesta realmente exquisita en el Teatro Real de Madrid. No es extraño que las entradas estuvieran agotadas con suma antelación para asistir a un montaje en que además de la música, conducida por un magnífico conocedor del repertorio —Christopher Moulds—, al frente nada menos que de una inspirada Akademie für Alte Musik Berlin y un contundente Volcalconsort Berlin, se pudo disfrutar de la inclusión de la danza como elemento no ya acaparador de la escena o meramente ilustrativo del discurrir del libreto, sino que, por el contrario, ofrecía al espectador una lectura paralela de la ópera, en el sentido de representar y corporeizar los sentimientos y la hondura psicológica que acaso falta en el trazado de algunos de los pasajes de la obra maestra musical que es la ópera purcelliana. La preciosa coreografía de la gran Sasha Waltz en su absoluta modernidad introdujo un elemento muy propio del barroco inglés —la acrobacia, el juego, el movimiento— y subrayó así con audacia los momentos más emocionantes de la ópera: su fantástica Obertura con la gran piscina, las escenas de caza y la conspiración de las criaturas infernales, el lamento final de la Reina de Cartago apagándose cual herida crisálida entre la frágil luz de unas velas. Excelente también en su desempeño estuvo el elenco vocal, quizá no de grandes pero sí expresivas voces, destacando la dulzura de Dido (Marie-Claude Chappuis) y la técnica de Belinda (Aphrodite Patoulidou). Quién podría seguir los mandatos de la soberana cartaginesa: su electo destino jamás caerá en el olvido.

PARA ESCUCHAR: 

Henry Purcell: Dido y Aeneas. Teodor Currentzis, dirección. Simone Kermes, Deborah York, Dimitris Tiliakos, Oleg Ryabets. The New Siberian Singers. MusicAeterna. Alpha, 2008.

Múltiples son las grabaciones existentes de la obra, aunque su interpretación más adecuada, esto es, con vocación e instrumentos originales, es relativamente reciente. Ahora bien, la versión del sello Alpha puede señalarse entre las más hermosas y mejor leídas del mercado. Y digo esto sin perder de vista las de Christie o Jacobs, que son espléndidas. La dirección de Currentzis es exquisita: con un sentido dramático excepcional, sabe subrayar los elementos más tenebrosos de la obra y está pendiente de cada recoveco de la partitura. Además, se incluye la chacona del Acto II, ausente de tantas grabaciones. Simone Kermes prescinde de sus modos menos gratos para ofrecer una Dido sentida, frágil, emocionante hasta la lágrima. Deborah York es una deliciosa Belinda, Eneas resulta noble en la voz de Dimitris Tiliakos y Oleg Ryabets es toda una hechicera. Excelente el resto del repertorio y la actuación limpísima de los New Siberian Singers. A ello cabe añadir una presentación preciosa. Un disco de lujo. Imprescindible.