COUPERIN Y LA LLAVE DE CUILLER

Pensar el Barroco francés es una tarea no sencilla, que en ocasiones causa quebraderos que cabeza incluso a los más acérrimos amantes de la música barroca. Para muchos melómanos el Barroco es esencialmente el italiano: su virtuosismo, su fuego, sus piruetas… son cantos de sirena contra los que ninguna ligadura o cera en los oídos puede oponerse. El otro gran cetro es el del Barroco alemán, qué duda cabe, aunque sus devotos son espíritus bastante más circunspectos. Pero el Barroco francés encierra sus dificultades precisamente por lo peculiar de su lenguaje, por su pretensión que llega mucho más allá de lo puramente musical: el Barroco en Francia se trasciende hasta el punto de convertirse sin decoro en cualquiera de las artes que queramos imaginar, sea la pintura o la poesía o el teatro. Y ello precisamente por una preocupación fundamental: más allá de la calidad de la composición debía estar presente una expresión palpable del estado de ánimo del compositor o de aquello que se pretendía recrear. Llegando a límites difícilmente imaginables en esta obsesión, no podemos dejar de citar esa composición del violagambista Marin Marais –Le tableau de l’operation de la taille (1717)– en que da forma con su viola da gamba y paso a paso a su operación de cálculos en la vejiga, interesante no ya por una cuestión de morbo o por la propia supervivencia del compositor a semejante intervención –bastante aterradora en su tiempo–, sino sobre todo por la minuciosidad en la descripción de sus estados de ánimo como enfermo. Hay en esa dedicación de Marais un gesto teatral que predominará también en la obra de casi todos los músicos de su nacionalidad. 
No deja de ser curiosa esta exquisitez en un ámbito previo donde el compositor era valorado, sí, pero más como un artesano que como un artista. La Cofradía de San Julián de los Menestrales era una suerte de asociación sindical existente desde el siglo XIV que velaba por los intereses de los músicos en tanto “trabajadores”; así que bajo su paraguas protector se cobijaban toda clase de tañedores ambulantes, titiriteros y demás gentes de mal vivir, obligando al mismo tiempo a los compositores más serios a formar parte de semejante institución. Abanderados de su destrucción fueron precisamente, aparte de las altas exigencias intrínsecas de la Corte, nombres como el de François Couperin, que en un tratado titulado Fastos de la gran y antigua Cofradía de los Menestrales llegó a mofarse de la “solemne” institución, describiéndola como un reducto de saltimbanquis, inválidos y mendigos.
Este espíritu burlón de Couperin, unido al mismo sentido exquisito de la descripción de los sentimientos a que aludíamos anteriormente, al hablar de Marin Marais, serán definitivos en el quehacer musical de este monstruo que a caballo entre los siglos XVII y XVIII nos legó algunas de las obras más sorprendentes y plásticas del Barroco musical europeo. Es una auténtica aventura sumergirse en las propuestas del Couperin el Grande, y no cualquiera puede hacerlo. El oyente de sus obras, y por supuesto su intérprete, deben ser personas con un amplio sentido de la estética, con una extraordinaria apertura hacia diferentes registros, con una predisposición a pensar en arlequines o palacios o jardines o escenarios recorridos por los códigos de la Commedia dell’Arte, con un refinado sentido del humor y, a veces, como ocurre en las piezas de sus últimos órdenes, cercanos ya a su muerte, con una introspección menos melancólica que iluminada por el tenue resplandor de las candilejas.


Todo esto y aún más fue capaz de transmitirnos en su reciente concierto en Santander el extraordinario clavecinista Bertrand Cuiller, en una cita organizada en Casyc por la Academia de Música Antigua de Cantabria, organización que tantas alegrías musicales nos está deparando últimamente. Cuiller se presentó cauteloso pero seguro ante un programa de altísima exigencia para el que venía preparado con excelsa concentración y plenitud: no en vano está grabando para Harmonia Mundi la integral clavecinística de Couperin. De ‘Alquimista’ tilda Cuiller en su primera entrega couperaniana al compositor parisino, pero lo cierto es que es el propio Cuiller el auténtico alquimista, destilando con precisión no exenta de delicada poesía cada uno de los sentimientos expresados en los diferentes órdenes que abordó en su espléndido concierto. Cuiller respeta las estrictas indicaciones del músico francés, pero las trae a nuestros días con un maravilloso sentido de la musicalidad, una interpretación diáfana y una perfumada evocación. Bertrand domina el rubato, convierte el tempo de cada pieza en delicia, sin caer en ornamentos innecesarios, en ociosos amaneramientos. Y todo ello con un ademán humilde, al tiempo que veíamos cómo extraía un contundente, límpido y bellísimo sonido de su instrumento, una preciosa reproducción holandesa moderna de un clave original de Claude Labrèche de 1690 conservado en Ámsterdam. Como excepciones al monográfico de Couperin se incluyeron en el programa la virtuosa Les tendres plaintes’del maestro ilustrado Rameau y una feroz e hipnótica Marcha de los Escitas’del hoy un tanto olvidado Royer, cuya muerte tanto alegró en su día al maligno Voltaire.
Los compositores del siglo XX han sabido que había que escuchar a Couperin, el zorro astuto que supo conciliar la tradición francesa con la subversión italiana, el introductor apócrifo de la sonata en Francia, el paladín de la réunion des goûts que cristalizaría en esa obra tan inteligentemente irónica que es la Apoteosis de Lully. Ravel entre 1914 y 1918, aun sacudido por los vientos de la guerra, compuso Le tombeau de Couperin como homenaje al compositor y a toda la música barroca francesa. Bertrand Cuiller en su hermoso concierto nos dio desde su clave la llave de por qué ese singular homenaje fue tan merecido y necesario. 

PARA ESCUCHAR

François Couperin: L’Alchimiste. Un petit théatre du monde. Bertrand Cuiller, clave. 2 CD. Harmonia Mundi, 2018.
Espléndido disco en que apreciar todas las sutilezas y estados anímicos sugeridos por la inagotable imaginación de Couperin el Grande: la ternura, la ironía, la gracia, la melancolía… Excelente selección de obras y gran lectura del clavecinista, que parece formar parte él mismo de ese “pequeño teatro del mundo” pleno de parodias y colores, de enigmas y juegos y travesuras. Esperamos con sumo interés la siguiente entrega de la que parece que va a ser una indispensable integral del compositor insignia del Barroco de París.