LLAMADME POU

«Llamadme Ismael» es uno de los comienzos más perfectos de la historia de la literatura, y encabeza esa obra tan citada como poco leída que es Moby Dick; una obra magna que es historia y tratado y filosofía y novela y, sobre todo, obsesión —o, mejor, locura atávica, en la que lo más prístino del ser humano aflora en toda su dimensión y se debate con las grandes fuerzas, no siempre benignas, de la Naturaleza y del Ser.
Sortear ese inicio es difícil, porque es «el gran inicio». Pero encararlo es igualmente difícil, porque coloca al espectador en una situación de la que luego sería imposible retirarlo. Así que lo que hace Juan Cavestany en su adaptación dramatúrgica de la obra de Melville es llevárselo al final. Algo incoherente o no, según se mire, porque es tal el logro de esas dos palabras que incluso como inesperado colofón son un puntazo.
Dicho lo cual, no queda sino congratularse de que la programación del Teatro Concha Espina de Torrelavega haya querido albergar ese gran montaje que es el Moby Dick de Andrés Lima y Juan Cavestany, con José María Pou al timón del asunto, como capitán y señor absoluto de las tablas. No deja de resultar cuando menos singular que el Palacio de Festivales de Santander no haya mostrado interés alguno por esta obra, y nos «deleite» en cambio con otras producciones de escasa relevancia. Hay designios que son decididamente inextricables.
El caso es que, decía, Cavestany afronta un reto no pequeño: llevar al lenguaje teatral Moby Dick. Y lo hace con suerte desigual, porque no es fácil sintetizar varios cientos de páginas en una representación de hora y media. El resultado puede satisfacer más o menos, pero creo que es necesario acudir al espectáculo sin la conciencia literal del original, como si fuera una obra «nueva». Cavestany nos plantea un monólogo aderezado con intervenciones ocasionales realizadas por un par de actores para aligerar la densa alocución de José María Pou. En parte se frustra el propósito por el ritmo desigual en la acción. A cambio, el texto es muy notable y encierra la titánica virtud de sintetizar con inteligencia el corazón de la obra referencial.
Aparte de esto, hay que decir que José María Pou puede con semejante carga y aún podría con más. Tiene algún que otro exceso —es el peaje ineludible de semejante papel— pero realiza una interpretación gloriosa y justamente alucinada del mítico Capitán Ahab que en verdad nos atrapa y nos conmueve. Por su lado, Jacob Torres y Oscar Kapoya son circunstanciales pero se desempeñan con la necesaria corrección en sus múltiples personajes (Ismael, Starbuck, Pip…).
Andrés Lima, siempre tanteando los límites como en él es costumbre, da una magnífica lección de dirección con este Moby Dick, sugiriéndonos su concepto como si de una ópera de cámara se tratara, y rodeándose para ello de excelentes profesionales: qué atinadas las proyecciones de Miquel Raió, qué sobrecogedor acompañamiento musical de Jaume Manresa, qué gran escenografía de Beatriz San Juan (y esos imponentes minutos finales).
Quién dijo que Moby Dick pueda ser hoy una obra sin vigencia. Salimos del teatro cabizbajos, pensando en la ballena que a cada uno de nosotros nos corroe y que siempre aguarda afuera.