Antonieta Brentano, la
misteriosa dama vienesa destinataria de la correspondencia amorosa de Ludwig van Beethoven, la «amada inmortal», es quien da justo y merecido
nombre al cuarteto que este fin de semana nos ha visitado en el Palacio de
Festivales de Santander. Ante un aforo tan inexplicable como lamentablemente
reducido —al ensemble no pareció precederle entre los cántabros su fama por
haber participado en aquella excelente película de Yaron Zilberman, El último concierto—, el Cuarteto
Brentano nos obsequió con unas exquisitas páginas de Haydn, Bartók y Beethoven,
que se beneficiaron además del sonido impoluto de sus excepcionales
instrumentos: dos Stradivarius y una viola Amati.
Cuando Haydn compone
su opus 20 disfrutaba de su generosa posición como Kapellmaister para Nikolaus
Esterházy. Sin embargo, lejos de acomodarse en esta privilegiada situación,
Haydn se permite innovar e introducir importantes variaciones dentro del género
con esta obra. Un paradigma ya clásico de tal actitud se encuentra precisamente en el segundo cuarteto, en el que el músico da voz diferenciada a cada instrumento e
introduce un inusual protagonismo del violonchelo —de hecho, se abre de modo
insólito con el solo del chelo, acompañado por la viola y el segundo violín—.
Nina Lee condujo con majestuosidad el inicio de esta conversación instrumental
a la que se incorporaron el resto de instrumentos con rico cromatismo: Serena
Canin al segundo violín, Misha Amory a la viola y el virtuoso Mark Steinberg
como primer violín. El segundo movimiento, muy emotivo, destacó por el impecable
y unánime recorrido del pianissimo al
forte, y en el melódico movimiento
tercero tuvo un delicado protagonismo el precioso violín de Steinberg. El cierre
del cuarteto, con ataques precisos y ejecutado con calculada vehemencia, con esa
fuga a cuatro temas que enardece el tono de la obra tras la placidez previa,
nos confirmó que el Brentano es un grupo con depurada técnica y una
sobresaliente elegancia interpretativa.
Quizá la joya de la
noche la constituyó el Cuarteto número 2 en La menor, opus 17, de Bela Bartók,
dado lo inusual que es escucharla en las salas de conciertos y la magnífica
versión que nos ofrecieron los Brentano. Se trata de una obra bellísima, peculiar
ya en su propia estructura, en que un movimiento rápido está precedido y
sucedido por un Moderato y un Lento. No es una obra en que cada movimiento
tenga su propia personalidad, sino que realmente es un flujo imparable que
conduce con inexorable intensidad al desolador final. El espíritu devastado de
Bartók en este cuarteto, compuesto en mitad de duras privaciones y en la etapa
más acerba de la PGM (1917) fue recogido con fidelidad por el Cuarteto Brentano,
reflejando toda la esperable aspereza sin renunciar a una trágica, casi
shakespeariana, marcialidad. La compenetración total de los instrumentistas
logró una hipnótica tensión que se cortaba con un cuchillo, para dejarnos caer
finalmente sin piedad en el abismo.
Para la segunda parte
del concierto se reservó el plato fuerte, ese Cuarteto número 15 en La menor,
opus 32, de Beethoven, que es una absoluta obra maestra (y que fue precisamente
la que en su momento articuló la historia que se desarrollaba en la mencionada El último concierto). No dejó de ser
interesante esta elección en relación con el Bartók precedente, dado que lo que
hace el genio de Bonn en esta obra no es sino transmitir la trascendente luz
del alma que el atormentado músico debía de ansiar en mitad de la noche oscura
de su sordera y de su simultánea enfermedad (1826); una suerte de redención a
través de la composición, que sin duda también el húngaro anhelaba. Lejos aquí
de los contrastes bartokianos, los Brentano optaron por un camino de suavidad y
pureza al que tal vez se pudo achacar la falta de una deseada hondura, ese
éxtasis al que forzosamente debe conducir el Molto Adagio como Canción de acción de gracias que es. No
obstante, el cuarteto demostró su gran solidez con un empaste, balance y afinación
intachables.
Tras los numerosos
aplausos el cuarteto regaló una propina que tal vez introdujo un elemento
discordante: una peculiar y olvidable lectura del Lamento de Dido de Purcell que no guardaba coherencia con el resto
del programa y que desdibujó un tanto la brillantez que había dominado el resto
de la noche.