El 1
de febrero de 2012 moría en Cracovia con 89 años una de las voces más cercanas
y diáfanas de la poesía europea del siglo XX: Wisława Szymborska. Tan
solo un día antes, y a los 92 años de edad, había desaparecido otra poeta; de
forja tardía pero de voz inspiradoramente luminosa, su pluma vuela sobre las
sensaciones más obvias de la cotidianidad, así convertidas en confesiones
trascendentes. La poesía de la estadounidense Dorothea Tanning, acometida como
una proeza casi inverosímil en su novena década de vida —si bien es preciso apuntar
que ya desde muchos años antes venía coqueteando con la escritura en su formato
prosístico—, guardaba un extraño parentesco con la de la polaca genial. Ignoro
si tenían conocimiento la una de la otra o hasta qué punto pudieron leerse
mutuamente, pero lo cierto es que, aun separadas por un océano, sus voces
mostraban una evidente proximidad en la transparencia de su modo y en su
intención suavemente humorística hacia lo tangible diario. Tal vez por ello el
barquero decisivo optó por unirlas en el último pasaje.
En todo caso, más allá de la veleidad
poética final de Dorothea —en castellano ha sido publicada por la editorial
Vaso Roto—, la norteamericana encontró su más depurado instrumento de
comunicación en el arte; una pasión que la devoró desde la adolescencia, que la
sostuvo en un nivel de suma exquisitez durante su plenitud y que definió con
puntadas certeras una madurez personalísima e independiente. Dorothea Tanning
es una de las artistas más singulares del siglo XX, con un lenguaje propio, muy
reconocible y que a la vez encerraba en sí mismo una fecunda capacidad de
evolución.
Inexplicablemente, sin embargo, Dorothea
siempre ha permanecido en un segundo plano, siguiendo con ello la estela de las
decenas mujeres «que nunca están en las listas», mujeres a las que se ha
hurtado un merecido reconocimiento en tantas artes y disciplinas. Es probable
que su matrimonio con Max Ernst, veinte años mayor que ella y mucho más famoso
e influyente, la beneficiara en un primer momento dándola a conocer en el
círculo de Peggy Guggenheim, pero acabara finalmente por relegarla a la sombra
del gran hombre. No hay que olvidar, en cambio, que «cuando Max encontró a Dorothea»
en el estudio de ella, ya estaba ante una artista hecha y derecha. En su
fantástico autorretrato, el que Ernst bautizó con el título de Cumpleaños y con el que decidió
incluirla en la célebre «Exhibition by 31 Women» de la galería neoyorquina de
Guggenheim, Tanning aparece en el esplendor de la treintena, tan atemorizada
como desafiante, recogiendo con pincelada precisa el peculiar sonido de la
incertidumbre. En verdad es un gran cuadro —no es extraño que a Ernst le
cautivara— que transmite algunas de las claves determinantes del arte ya en
sazón de Dorothea: el aura de ensoñación de su mirada, anclada en referentes
literarios y plásticos reconocibles pero bien procesados, puesta al servicio de
un concepto inquietante, de sutil amenaza no exenta de voluptuosidad, que
respira en todas sus telas. Los elementos formales que traducen esta visión
perturbadora son de los más efectivo: magistral dominio de la luz, ropas
desordenadas de épocas diversas, elocuentes partidas de ajedrez, puertas
cerradas en sugerente combinación con puertas entreabiertas. Ese universo
primero de Tanning se ubica en el surrealismo, hay en él ecos de Delvaux y de
Magritte, aunque en lo más hondo su estética remite a Lewis Carroll o a Marcel
Duchamp, y sus reivindicaciones sentimentales nos conducen hasta Rimbaud,
Lautréamont o Virginia Woolf. Así es como Tanning logra situarnos
invariablemente en un entorno magnético y, al tiempo, desconcertante y temible:
la fascinación de un paisaje donde algo acecha y todo conspira.
Si este panorama afectaba muy especialmente
al descarnado mensaje que la artista transmitía en relación con su percepción
opresiva de la familia o de la feminidad, con el transcurso de los años ese
mensaje se acentúa en sus series de «cuerpos blandos» y «arquitecturas de lo
siniestro». Ambas suponen una migración estética perfectamente natural y
necesaria desde el surrealismo, con cuerpos informes que sugieren un algo
animal en aberrantes mutaciones, elaborados con un solo en apariencia inocente
procedimiento —tela rosa o gris y tradicional máquina Singer de coser— y
escenarios reconstruidos que respiran extrañamiento y pavor, en los que más
allá de una puerta entreabierta —una vez más— se atisba una estancia sórdida
con muebles antropomorfos y piernas de mujer desmadejadas emergiendo de las
paredes. El deseo y el miedo se dan la mano en estas últimas propuestas de
Tanning en una suerte de cópula macabra, que subraya el testimonio coherente,
vindicativo y esencial del conjunto de su obra.
Durante tres meses el Museo Reina Sofía se
ha apuntado el gran tanto de hacer una retrospectiva total, y de hacerla muy
bien, sobre la artista estadounidense, recopilando más de ciento cincuenta
obras realizadas en el periodo comprendido entre 1931 y 1997. El Reina Sofía ha
conseguido en esta muestra excepcional, que acaba de terminar esta misma
semana, ubicar a Dorothea Tanning en el lugar de honor que le corresponde
dentro de la vanguardia internacional del siglo XX, pero también suscitar una
reflexión sobre la fuerza de la creación en sí. El ejemplo de Tanning a este
efecto es espectacular en cuanto artista en constante renovación estética y
formal aun dentro de unos presupuestos conceptuales sólidos, relevantes y
plenamente vigentes. «Detrás de la puerta, invisible, otra puerta» es el título
que el Reina Sofía ha impuesto a la muestra, dada la importancia que adquiere
este icono en la obra de la norteamericana. Las puertas, las ventanas, los
vanos que se abren y cierran creando múltiples submundos subconscientes
surcados por la inquietud, están presentes a lo largo de toda la producción de
la artista, desde sus primeros lienzos a sus últimas instalaciones. No
sorprende, por tanto, que todavía en uno de sus últimos poemas, ya cerca de la
muerte, escribiera Tanning: «Mis ventanas son detectives privados. / Se abren
con autoridad: / eligen dejar entrar o dejar fuera. / Nada desanima su fervor.»