EL ELEFANTE NUNCA ESTUVO ALLÍ

Hay que lamentar que aún existan compañías que sigan creyendo en la supuesta revolución de la provocación más elemental y desgastada. Que sigan creyendo que acciones como meterse una raya de coca en un primer plano de cámara y a gran pantalla y sin venir a cuento (eso sí, cortada con una tarjeta de El Corte Inglés: ¡qué subversión!), o mencionar «mamadas» y «pollas flácidas» a gritos, o quitarse en escena el sujetador y los pantis (sí, por Dios, los pantis) para embadurnarse con mugre después… nos van a conmover o impresionar o escandalizar. Hay que lamentar que se abuse de Handel o Monteverdi o Mozart o Pärt o Bellini impunemente, apelando a un supuesto recurso de autoridad que carece de sentido cuando estos nombres son arrastrados por el fango de una alarmante impudicia interpretativa (tanto musical como dramática). Hay que lamentar que alguien pueda llegar a pensar que con decir a trompicones un texto insostenible y con poner ojitos a una cámara se está haciendo teatro.
En realidad no sabemos muy bien a qué se nos convoca por parte de la compañía Teatro Xtremo cuando vamos a presenciar Oblivion o cisnes que se reflejan como elefantes, programada dentro de la 29 Muestra Internacional de Teatro Contemporáneo. Al llegar a la Sala de Medicina todo es una gran nebulosa que, por desgracia, al comenzar la función, se disipa. Al parecer, aquello va a consistir en la exposición de un desgarramiento existencial que no sabemos por qué viene motivado. Ponemos interés, pero las incoherencias se suceden, los absurdos también, por no mencionar los aullidos. La hilazón de ideas entre el significado de la palabra ‘soprano’ (en su acepción de cantante) y la serie Los Soprano (¡oh, qué sutil coincidencia!) es lo más inteligente de la obra. Imaginen el resto. No hay decorado más allá de un piano desafinado y destartalado, y una pantalla en la que se van proyectando en tiempo real los movimientos y boquitas de las actrices —Ruth González y Susana Sanabria, que deberían intentar ser más convincentes y aprenderse mejor sus papeles—. La dirección escénica (¿dónde Ricardo Campelo?) no existe, cada quien deambula por allí sobre la marcha.
La pretenciosidad del texto va quedando patente conforme penosamente avanzan sus 60 minutos de duración. El vacío se erige en gran protagonista sobre las tablas, y el tedio en el patio de butacas. En el programa de mano nos habían prometido «imágenes turbadoras y palabras que duelen». Cuando despertamos, el elefante nunca estuvo allí.