TRADICIÓN DEL QUEJÍO ANDALUZ


La 29 Muestra Internacional de Teatro Contemporáneo de Santander se ha iniciado este viernes con una mirada hacia atrás, recuperando un espectáculo que cuenta con 46 años a su espalda: Quejío, de un Salvador Távora que por entonces buscaba transmitir un mensaje mucho más escueto y directo que el de muchos de sus montajes posteriores, un tanto excesivos en su concepto con el devenir del tiempo. El fundador de La Cuadra de Sevilla siempre ha recurrido al flamenco como seña de identidad, y Quejío es una muestra prístina y depurada de ello. Bien está por parte de la Muestra el recuerdo y el homenaje al director, recientemente galardonado con el Max de Honor. Otra cosa es que el montaje —su adscripción a lo teatral seguramente daría mucho que discutir, pero no vamos a entrar en ello— nos siga interesando hoy como en 1972. La respuesta es no. Quejío es deudora de una situación social, económica y política de una España muy concreta, la España rural de la dictadura, anterior incluso en su planteamiento al propio año 72. Quejío, en realidad, es lo que su nombre mismo describe: un mero lamento, que quizá precisamente por ese carácter lastimero no logra trascender. La obra no nos hace un planteamiento perdurable más allá de su contexto, sino que se queda en un llanto —no llega a planto— ante una situación coyuntural que hoy se nos antoja desfasada. La simbología del espectáculo es demasiado sencilla: cadenas, cuerdas, ruido ensordecedor del zapateado y los golpes contra el bidón o el suelo. Los artistas, mejor que actores, cantan y bailan durante una hora intentando escenificar el peso de la opresión al jornalero de la posguerra española desde una perspectiva marxista pasiva. El espectáculo, aun no siendo largo, se hace reiterativo, al sustentarse sobre unas letras muy básicas y repetitivas y sobre unos elementos escénicos muy limitados —esencialmente, las cuerdas con las que los artistas se debaten sin cesar durante toda la obra—. No hay nada que reprochar a la buena labor de la guitarra (Jaime Burgos), tampoco a los cantaores (Manuel Vera, Floencio Gerena, Manuel Márquez) ni al bailaor (Juan Martín: este en particular se deja la piel en las tablas) más allá del concepto de su director. En su día debió resultar interesante la sensación de oscuridad rasgada apenas por la luz de los candiles, el juego inquietante de las sombras, la corta distancia que da cuerpo tangible al polvo y al sudor, la violencia de los trallazos de las cuerdas en escena. Hoy, en cambio, todo ello demanda un aliento más amplio que supere su emotiva arqueología.