LOS MISTERIOS DEL HEREJE


El enigma es el hombre. Tras una existencia cumplidamente convencional se oculta las más de las veces el misterio de los cabos sueltos. La memoria que nos libera de la sed, como dice Giorgio Colli, que nos torna dioses sin tiempo en lugar de mortales con las monedas contadas, refulge pálidamente en la superficie de una lápida, pero es la gran ausente de las biografías. Lo convencional es un recurso literario, un ejercicio de estilo patafísico para una prosa sin vestigios aparentes de originalidad. O tal vez se trate de lo que ha apuntado Agamben al trazar perfiles para el genio: ese pájaro posado en el hombro del espíritu, esa lechuza del alma que es el genius, no siempre se lleva bien con los resabios del ego más visible. El genio, pues, sepulta al hombre, jibariza su carne y se refugia en el arcano.
De Heinrich Ignaz Franz von Biber se sabe poco y lo que se sabe debiera ilustrar más sobre la sombra que sobre el caminante. El octosílabo perfecto de su nombre es un espejismo literario, una ficción borgiana: Biber nació en 1644 como mero Herennicus Pieber —hijo de cazador, bohemio de raíces germanas y filiación latina: un no land’s man zarandeado por musicólogos austriacos y alemanes—, lo que fuera tal vez un heterónimo, un cuerpo apócrifo para la vida cubierto por los jirones desmadejados del arte y sus insomnios. Después todo fue una deserción, un viaje en pos de una tierra prometida. En Salzburgo encontró su acomodo decisivo el músico en quien Bach posara la memoria de sus ojos cincuenta años más tarde, al escribir su impecable Chacona de la Partita Segunda en re menor para violín solo (BWV 1004). Allí, en la ciudad de la sal, murió Biber —ya Von—, acicalándose para su última cita, en los alrededores del inminente y mítico Café Tomaselli; hay quien dice que se sentó en la misma mesa que Mozart, Von Weber, Bernhard o Karajan, pero esto no es posible, porque el Tomaselli tardó aún varios meses en abrir sus puertas a los salzburgueses y a la música.
Progresivamente fue Biber escalando puestos en la consideración imperial: Leopoldo I le obsequia con un collar de oro por la ejecución de las excepcionales sonatas para violín que un siglo más tarde conmocionaron a Charles Burney («De todos los intérpretes de violín del último siglo, Biber parece haber sido el mejor y sus solos son los más difíciles y llenos de gracia que puedan encontrarse en cualquier música del mismo período que yo haya visto», Historia General de la Música, 1776), obtiene en su cuarentena el anhelado título de Kapellmeister en la corte salzburguesa y a quince años de su muerte es ennoblecido como Biber von Bibern por el emperador, al tiempo que se le procura sustanciosa asignación crematística y doméstica (vino, pan y leña). Capas sucesivas para el corazón de la cebolla.
En todo ese tiempo, rodeado por la música en sus detalles más nimios —su esposa se apellidaba Weiss y una de sus hijas se llamó Anna Magdalena—, el compositor alumbró sus Misterios del Rosario (se calcula que en la década de los 70, alrededor de los 30 años de edad) y perdió a siete de sus once hijos, quizá dos de las claves más interesantes de su vida, en lo profesional y en lo personal. ¿Cómo afronta un padre, Herennicus Pieber, aun en los finales del siglo XVII, la partida definitiva de siete de sus vástagos? La religión debió de suponer un consuelo: Biber y su esposa pertenecían a sendas hermandades activas en Salzburgo. Sin embargo, la religiosidad de Biber (de la que tal vez provengan sus impostados Franz e Ignaz) resultó ser harto peculiar, y ello cristalizó precisamente en sus Sonatas o también llamadas Misterios del Rosario, que supone una obra bien lejana de los presupuestos católicos del momento.
El Rosario es, por su etimología, un jardín o conjunto de rosas; en su significación religiosa, cada Ave María recitado implica una rosa de ese jardín, que se corta para ofrecerla a la Virgen. La rosa… que es con probabilidad la flor más plena de paganos significados amorosos de la civilización occidental: heterodoxa celebración virginal. Por lo demás, los Misterios del Rosario no presentan afección a las formas tradicionales de la música litúrgica. Quizá la scordatura característica del quehacer biberiano (esa forma de poder interpretar lo ininterpretable violentando las cuerdas del violín), junto a la sucesión de preludios, zarabandas, gigas o gavotas, sean los elementos que dotan de espectacular y atemporal osadía la deslumbrante obra ¿religiosa? del compositor bohemio. A ello habría que añadir la sensación etérea, remisa al corsé ritual, que respira en los Misterios, ligereza que pudiera responder a las veleidades del intérprete de no ser por el exacto orden formal que en realidad subyace a la composición. Una suerte de inusitada lucha entre eros y thánatos, entre dolor y placer, entre libertad y contención. ¿Cómo es posible?
Pero los Misterios, a la par, lo son también por las oscuras preocupaciones matemáticas que en ellos se detectan. Al igual que las geometrías de Spinoza inundaron los cuadros de Vermeer, la aritmética de Leibniz se agazapa en el Rosario biberiano: las 496 notas de La Anunciación encarnan uno de los números paradigmáticos de la perfección y en la sonata de La Resurrección se contabilizan 33 notas (edad del óbito de Cristo) en el bajo inicial de la composición. No en vano afirmaba de la música Gottfried Benn que era exercitium arithmeticæ occultum nescientis se numerare animi («ejercicio oculto de aritmética del alma, que no sabe hacer el cálculo por sí misma»).
¿Algo más que «mera música»? Herennicus Pieber, el hábil y enmascarado hereticus, nos está escamoteando la respuesta y nos la ofrece cifrada con indescriptible belleza.

RECOMENDABLE

H. I. von Biber: Sonatas del Rosario. Lina Tur Bonet con Musica Alchemica. Pan Classics. 2 CD. 2016.

Las Sonatas del Rosario, tras un ominoso olvido de siglos, han experimentado un absoluto renacimiento y esplendor ya avanzado siglo XX, en que han sido muchos los instrumentistas atrapados por sus misterios enterrados y por la deslumbrante belleza de su partitura. Las grabaciones existentes han requerido siempre, como es lógico, de un gran solista que debe hacer uso de varios violines, pero en cambio han sido diversas las propuestas de continuo, puesto que Biber no dejó instrucciones precisas al respecto; así que en unos casos encontramos un acompañamiento austero de clave, en otros una mayor tendencia hacia la cuerda pulsada, en la mayoría una presencia importante del órgano en combinación con otros instrumentos (tiorba, arpa, viola da gamba, lirone…). En este caso, nos decantamos por una de las grabaciones más recientes, que además es la única realizada por una intérprete española: Lina Tur Bonet, espléndida violinista ibicenca que goza y sufre, se eleva y cae con cada una de las sonatas, ofreciendo una lectura comprometida y casi agotadora. No deja indiferente. Imprescindible.