CRISTAL QUE ACECHA


Relojes. Ajedrez. Arañas. Música. Pintura. Cromatismo. Sexo. Miedo. Amoralidad. Conflicto. Vejez. Y, por supuesto, el eterno cuestionamiento de un Dios que no es precisamente afable con sus criaturas, sumiéndolas en la desdicha y la incertidumbre, abocándolas al abismo de la crueldad de la selección natural y de la arbitrariedad. Tampoco las relaciones familiares escapan a la impiedad del ojo. Toda ellas son sólo algunas de las obsesiones que marcaron la obra de uno de los autores más sobrecogedores que nos ha legado el Arte, el Arte con mayúscula: Ingmar Bergman, de quien celebramos ahora la efeméride de su centenario aunque vivimos día a día íntimamente sus pulsiones, sobrellevándolas con mayor o menor dignidad.
Bergman fue mucho más allá de la mera definición de «maestro» aunque no renunciemos a emplearla. Con él asistimos a una manera —la suya— de hacer y entender el cine. Bergman fue el puente entre otros dos nombres muy grandes: Dreyer y Tarkovski. Pero no cabe duda de que, entre la belleza ática de Dreyer y la poesía embriagadora de Tarkovski, Bergman es el más violentamente próximo, el que ha tocado temas más contemporáneos y al tiempo más eternos, el que es capaz de impactarnos con esa hora exacta de la medianoche que deja al hombre expuesto y vulnerable. Ese hombre que no es otro que él mismo, como sin pudor exhibió en su turbador aporte fílmico final: SarabandeLa zarabanda de Bergman —qué inteligente su elección de esa quinta suite para cello de Bach— fue una suerte de peculiar danza macabra, fue una reflexión aterradora sobre la vida y el tiempo, fue un ajuste de cuentas con los fantasmas del pasado y los miedos del futuro, fue un testamento en toda regla que participó de lo grotesco y lo solemne, pues sólo desde ambas perspectivas es posible abordar la auténtica naturaleza de la existencia, y así mismo del viaje final: los pasos desmadejados de la muerte con el vivo ya de tránsito componen un baile tan ridículo como trascendente al que Bergman no quiso sustraerse. Esa implacable lucidez, esa mirada terrible del maestro.
Pero incluso más allá de lo terrible que late en todas y cada una de las historias de Bergman está su amor por el detalle, el detalle aparentemente intrascendente que después lo explica o todo —o, sencillamente, nos sumerge en una angustia total que ya nunca más nos abandona—. En esa crueldad forense del autor, no ya hacia sus criaturas, sino hacia sus espectadores y por supuesto hacia él mismo, respira hondamente lo implacable de la naturaleza, la «linterna mágica» con que ilumina los terrores más recónditos de unas criaturas que se debaten entre la búsqueda y la oscuridad. Recuerdo aún la primera vez que vi Persona, con probabilidad hace ya demasiados años; tal vez una de mis cintas preferidas del cineasta sueco, aunque me resulta particularmente difícil calificarla como tal; tal vez, sí, por esa demorada atención en el detalle sustancial.
Se ha sentado una mujer, se ofrece al sol. Lleva sombrero pero toma el sol. El sombrero la protege de otra luz: la luz que acecha en el interior de la casa, la luz que habla en las goteras de los grifos, en la madera ajada, en el algodón cansado de las sábanas. La mujer se sienta al sol, se coloca el sombrero y en ese colocarse quiebra el mundo. Un vaso de cristal estalla contra la piedra morosa del suelo. Las esquirlas del vaso, el líquido desbaratado, son un cosmos que se acaba de repente. Acabarse es siempre así. En la piedra candente los despojos brillan: el resplandor fugaz de los finales; el canto del cisne tiene el timbre de un vaso de cristal quebrado. Los ojos de la mujer, bajo el ala del sombrero, dudan. Los despojos son hipnóticos. Retirarlos. No. Pasar página o recrearse en el desmayo del vidrio y del licor, en el rumor que hierve con el milagro del sol.
La mujer, sin embargo, no está sola. La mujer son dos mujeres. Ella se acuerda de la otra, de la actriz que perdió el habla, la que con ella convive, la depositaria de su horror, de su secreto. La otra, la actriz que ya no habla, pero escribe. La mujer del sombrero no puede perdonar a la otra, sus cartas, su escritura; ella no escribe, sólo habla; ella quisiera ser actriz, que sus palabras fueran parte de un guión, pero su guión sólo es su vida, evidente y breve, como su propio cabello.
«Para vivir es preciso ser un animal o un dios», dijo Aristóteles. Tal vez un monstruo, un animal que como un dios espera. Entonces la mujer del sombrero va por una escoba y un recogedor y regresa al lugar de la catástrofe y retira los restos ya sin voz. La piedra está mojada por el líquido; seguramente huele a cuanto fue. Un solo cristal grande dormita entre la hierba, ante la puerta de la casa. Ella con su sombrero, con su instinto animal, lo ve, pero se adentra en la hornacina, al acto de esperar, como espera una diosa de arcilla.
La actriz callada merodea afuera. Camina descalza y confiada, aquí, allá. El pie desnudo no sabe de mujeres, de silencios ni de esperas. La mujer, con su sombrero, aguarda. Su oído es su nariz, olisquea en la sombra la señal. El grito. La carne sangra, canta su canción de roja pleitesía, mientras el último fragmento del mundo agonizante se cobra su venganza escuálida. Se cruzan las miradas de las dos mujeres. Por un instante son la misma. El dolor. El sombrero, al fin, sobre la mesa.