BENJAMIN BRITTEN: GOZOS Y QUEBRANTOS DEL PODER

Hace 90 años, en 1928, Lytton Strachey –miembro del círculo de Bloomsbury y asiduo corresponsal de Virginia Woolf durante veinticinco años –, escribía una obra bastante irreverente sobre la reina Isabel I de Inglaterra, hija de Enrique VIII y Ana Bolena. Strachey se caracterizaba por sus biografías poco convencionales, y Elizabeth y Essex: una historia trágica no fue una excepción, ya que su autor se centró en perfilar un retrato psicológico bastante provocativo de la soberana, desechando biografías ya editadas y rescatando una imagen de la reina sustentada en su fortaleza espiritual y en su prestigio como capaz gobernante, pero que al tiempo padece una gran debilidad y pone parcialmente en entredicho algunas de sus decisiones por causa de su amor tardío por el joven conde de Essex. La verdad es que a Strachey no le faltaba material para lograr su propósito, porque la vida de Isabel I fue auténticamente novelesca. Nacida princesa, fue arrojada al lodo de la ilegitimidad tras la escandalosa ejecución de su madre. No obstante, la última Tudor acabó accediendo al trono tras la muerte de sus hermanos Eduardo VI y María I, iniciando con ello uno de los reinados más largos de la historia inglesa, pues sobrepasó los 44 años y solo la muerte le pudo poner fin. Su renuencia a casarse le valió el apelativo de Reina Virgen, una consideración que según pasaban los años fue adquiriendo dimensiones casi beatíficas y le acarreó extraordinario respeto entre sus súbditos. Strachey ofrece una imagen muy digna de la reina –de hecho, se rescata ese fastuoso apelativo de Gloriana que dejara inmortalizado Spenser en su Reina de las Hadas–, pero a la vez sugiere su parte más humana y en esa mítica castidad, y deja al descubierto la pasión de Isabel I por Robert Devereux, conde de Essex, de interesantes repercusiones políticas en Inglaterra en sus relaciones con Irlanda y España, también personales por el abrupto fin de una crepuscular historia de amor –ella tenía 53 años, él 19 –, con ejecución del traidor incluida.
Benjamin Britten queda fascinado a comienzos de los 50 por la posibilidad de rescatar esta historia, y especialmente de indagar en las contradicciones que se producen entre un carácter firme y llamado a lo implacable como ha de ser el de toda una Reina de Inglaterra y la eclosión de un sentimiento personal que debe ser amputado de raíz, pues ella por el bien común que representa no se lo puede permitir. Hablamos de tiempos en que la conciencia del ejercicio del poder no estaba tan desprestigiada como hoy, en que cualquier apetencia o veleidad es excusa suficiente para relegar los deberes que impone la asunción de responsabilidades públicas. Así es como nace el proyecto de componer Gloriana, ópera que ve la luz en 1953 con gran ilusión y entrega por parte de Britten, y cuyo estreno además debía coincidir con la celebración de la coronación de la Reina Isabel II en junio de ese mismo año.
La construcción del carácter del personaje de Gloriana por Britten encuentran ya precedentes en otros grandes personajes suyos anteriores: John Clagart y el Capitán Vere, ambos protagonistas de esa obra maestra musical que es Billy Budd, donde también se ponían de manifiesto las restricciones que implica el ejercicio de la autoridad y las privaciones emocionales que ello conlleva. No es extraño, pues, que Britten sitúe una de las escenas principales de su ópera ya en el tercer acto, en el dilema de la Reina –firmar o no firmar la condena de Essex–, que venía preparado por una magnífica presentación previa del contexto, y que refleja ese momento en que el mando y el corazón se enfrentan en una batalla a muerte que gana el primero imperativamente aunque muy a su pesar. Como pórtico a esta escena tiene lugar el también definitivo encuentro entre Isabel y Essex, estando ella en camisón, sin peluca ni maquillaje ni sus atavíos reales, que de algún modo es un pulso, aunque expuesto de manera más sutil, entre los variados alcances de la belleza, el amor y el poder, y que abre también la puerta a una conmovedora reflexión de la Reina sobre el paso del tiempo.
Con tales mimbres, Britten no podía menos que componer una partitura trufada de complejidades anímicas, con sus consecuencias musicales. Hay grandiosidad, intimidad, ironía, pavor, y asimismo, como enamorado que era de la música barroca inglesa, espacio para las danzas populares isabelinas y para los más exquisitos ecos de Dowland o Scheidt. La puesta en escena de Gloriana que acaba de llevar a cabo el Teatro Real dentro de la programación de su 200 aniversario puede considerarse en este sentido verdaderamente antológica, por cuanto ha recogido a la perfección todos estos matices de la esplendorosa obra de Britten. Desde el punto de vista de la producción, la apuesta de David McVicar ha sido tan solemnemente grandiosa como acertada, valiéndose de tres semiesferas armilares giratorias que van componiendo en su movimiento espacios para las diferentes escenas; al fondo, una suerte de grada donde el coro se sitúa un tanto a la griega, con absoluta efectividad, y una gran puerta de dos hojas que se abre y cierra en los momentos clave. A ello hay que añadir una mención inexcusable a los fastuosos figurines de Brigitte Reiffenstuel, obviamente inspirados en ilustraciones de la época isabelina, aunque con un toque exquisito que los lleva más allá de la mera representación de época. Magnífica igualmente la iluminación, muy patente en las apariciones de Isabel, cuyo porte la devuelve multiplicada. En nuestro caso, asistimos a la representación del segundo reparto, y sin haber escuchado la caracterización de la elogiada Antonacci, hemos de decir que la franco-canadiense Alexandra Deshorties, aun menos experimentada en el papel, construyó una Isabel I de auténtico lujo. Su voz no es especialmente hermosa y sin embargo su expresividad es inmensa, lo mismo en lo vocal que en lo gestual y en sus cualidades dramáticas. Deshorties salió a demostrar que su propia Isabel I era imponente y vaya si lo consiguió: no se dejó matiz en el tintero, siendo majestuosa, cruel, tierna, enamorada, digna, firme y abatida; sin duda, una interpretación memorable. El resto del elenco estuvo bastante por detrás, aunque en un ámbito correcto: David Butt (Essex) demostró más intención que resultados, Charles Rice y David Steffens fueron dignos Sir Robert Cecil y Sir Walter Raleigh respectivamente. La esposa de Essex (Hanna Hipp) resultó académica y fría, mientras que la malvada Penélope (María Miró) exhibió una voz muy grande pero que necesita de control. Debe destacarse la excelente intervención de los personajes populares (el ciego, la máscara infernal…).
Musicalmente, Bolton demostró una impecable dirección, especialmente en los momentos más vibrantes y emotivos de la obra, extrayendo de la orquesta una continuada brillantez a pesar de la compleja variedad de registros de los pasajes de la partitura britteniana.
Un único reproche que debe hacerse a los subtítulos del Real es su descuido. Por fortuna, se dan en versión bilingüe, lo que evidencia la belleza del texto original y la pobreza de la traducción española.
Como recomendación final: si aparece este montaje en DVD, no duden en hacerse con él, sea uno u otro reparto. Gloriana más espectacular tardará décadas en verse.