Con La edad
de la ira, novela finalista del Nadal de 2010, Fernando López, no solo
escritor sino también profesor de instituto, se adentra en una obra iniciática
de esas que eran muy frecuentes hace años –ahora mucho menos, porque es difícil
hoy tener sensación de poder iniciarse en nada apenas–, y que en este caso
remite a los años de la adolescencia como campo de batalla contra la
incomprensión de los adultos, contra la difícil asunción de los propios cambios
corporales e intelectuales, contra un sistema demasiado rígido que oprime
cuando no se conocen sus reglas. José Luis Arellano realiza una buena
adaptación de la novela para ser llevada escena por La Joven Compañía, que como
su propio nombre indica, es un proyecto dramatúrgico que cuenta con la entusiasta
participación de jóvenes estudiantes de arte dramático menores de 30 años,
orientados por avezados profesionales del medio.
Desde este
particular enfoque, el espectáculo constituye una grata sorpresa, ya desde su
efectivo montaje y su acertada iluminación. Con la excusa del asesinato de uno
de los jóvenes protagonistas se van desgranando las múltiples inquietudes de
una generación, unas más arquetípicas, otras mas contemporáneas: la rabia, la
desorientación, la rebeldía, el acoso sexual y escolar, la homofobia… El texto
tiene momentos de altura estética y mucho interés; en cambio, desfallece por su
excesiva extensión, por la desconexión entre el eje central de la historia y
los comportamientos de los diferentes personajes, por pasajes excesivamente densos
e inverosímiles. En general, La edad de la ira causa la agridulce impresión
de trasladarnos el retrato de una generación de adolescentes anclada en un
pasado no demasiado remoto pero que no es en absoluto contemporánea, a pesar de
la inserción de mensajes de whatsapp y la grabación de vídeos virales. En
realidad, esa felicidad atávica de descubrir lo idílico del amor en una playa entre
amigos y leyendo versos de Cernuda parece, desgraciadamente, muy de los años 60
o 70 y muy ajena a los jóvenes del macrobotellón del siglo XXI, y ello resta
empatía a un mensaje que se percibe como un tanto artificial.
Por lo
demás, debe encomiarse la dirección y el trabajo de todos los actores sin
excepción, que despliegan múltiples facetas sensibles, en ese trayecto tan
difícil de recorrer que transcurre entre lo lírico y lo salvaje.