LOS FANTASMAS DE PLINIO

No cabe duda alguna de que la figura del fantasma está de moda. El fantasma, que  ha estado siempre ligado a lo sobrenatural, parece que en los últimos tiempos es más natural que súper. Abres el periódico, pones la radio o la televisión, y siempre te sale alguno al paso, por desgracia de carácter bastante corrientón. El mundo de los fantasmas y lo natural prolifera mucho últimamente en lo académico: alcaldesas que nunca acabaron su carrera y que tal vez por ello dilapidan el erario público en proyectos faraónicos e inútiles, presidentas autonómicas sumidas en el negro agujero de los másters del universo, diputados ciudadanos que en materia de ingeniería no aprobaron la resistencia de materiales salvo la de sus caras… la lista es larga y la vida breve, de donde tal vez la prudencia aconsejaría botarlos —preferiblemente cuanto antes y sin darles mucha cancha— y pasar página.
Más interesante, en cambio es la historia de los fantasmas de verdad, es decir, la de aquellos a que alude la etimología propia de su término, y rastrear un poco en el origen de su figura y en sus primeras manifestaciones literarias, que tantas satisfacciones nos han producido con los siglos a lo largo de nuestra historia lectora, e incluso cinematográfica.
El ‘phantasma’ es una derivación del verbo griego ‘fainein’, que viene a significar ‘aparecer, hacerse visible a los ojos’. De ahí derivan palabras como epifanía, fenómeno y otras muchas, en cuya acepción precisamente está presente esa idea de ‘aparecerse’. En castellano seguimos hablando de una ‘aparición’ justamente con un sentido similar, aludiendo con ello a un espectro o a cualquier manifestación no precisamente invocada o mentalmente deseada que puede ponérsenos sin avisar en el camino. Los fantasmas de que hablábamos antes también se nos plantan delante sin quererlos, y tal vez de esa falta de educación tan característica del fantasma se haya conservado el término para aludir a estos sujetos. Pero volviendo a lo nuestro: el fantasma etimológico, pues, es un ente que se aparece por sí mismo, más allá de la construcción mental de quien lo sufre. No equivale, por tanto, al ‘eidolon’ griego, engañoso pero de naturaleza religiosa, ni a la ‘imago’ latina, que es una representación creada en la mente de quien la define.
El fantasma real, aunque pase al salón sin ser invitado, siempre nos aporta algo de interés: nos cuenta algo que no sabíamos, nos transporta a historias del pasado, o simplemente nos asusta, sacándonos así de la monotonía. El fantasma, a veces, hace también reflexionar. Y viene todo esto al hilo de que la primera historia de fantasmas propiamente dicha cabe debérsela a Plinio el Joven, romano de Como que vivió entre los siglos I y II d. C. y que destacó por su extenso cursus honorum, suponemos que más verosímil que el de nuestros regentes actuales. Plinio el Joven era sobrino de Plinio el Viejo, aquel minucioso naturalista a quien tanto debemos y que murió felinamente, por pura curiosidad, asomado a las fauces del Vesubio en plena erupción, movido por el deseo de saber y no por el miedo que suele empujar a la huida a la mayoría de los mortales. Plinio el Joven nos narra este episodio de la muerte de su tío de forma detallada y admirativa, pero sobre todo muy calmada, sin aspaviento retórico alguno; una cuestión que nos podría sorprender si no leyéramos el resto de obras del Joven y apreciáramos en ellas que, siendo precisos, su carácter estilístico más notable es el de su contención.
Así que entre las muchas cartas que escribió Plinio el Joven, dirigidas a lustrosos amigos como Licinio Sura y personajes como el propio emperador Trajano, y que se clasifican por volúmenes, hay dos en que se cuenta expresamente una historia de fantasmas de componente sobrenatural, una de ellas especialmente con mayor minuciosidad. En el volumen VII, Plinio se dirige a Sura para hablarle de una casa deshabitada en la que únicamente mora un espectro: «5. Había en Atenas una casa espaciosa y profunda, pero tristemente célebre e insalubre. En el silencio de la noche se oía un ruido y, si prestabas atención, primero se escuchaba el estrépito de unas cadenas a lo lejos, y luego ya muy cerca: a continuación aparecía una imagen, un anciano consumido por la flacura y la podredumbre, de larga barba y cabello erizado; llevaba grilletes en los pies y cadenas en las manos que agitaba y sacudía. 6. A consecuencia de esto, los que habitaban la casa pasaban en vela tristes y terribles noches a causa del temor; la enfermedad sobrevenía al insomnio y, al aumentar el miedo, la muerte, pues, aun en el espacio que separaba una noche de otra, si bien la imagen había desaparecido, quedaba su memoria impresa en los ojos, de manera que el temor se prolongaba aún más allá de sus propias causas. Así pues, la casa quedó desierta y condenada a la soledad, abandonada completamente a merced de aquel monstruo; aún así estaba puesta a la venta, por si alguien, no enterado de tamaña calamidad, quisiera comprarla o tomarla en alquiler» (traducción de García-Jurado). La réplica al espectro se la da un filósofo griego —un tal Atenodoro—, que guarda remoto parentesco con Plinio el Viejo por su calma y su instinto de conocimiento, sin rastro alguno de pavor a pesar de lo espeluznante de los hechos. Leemos que la casa es amplia y con estancias diversas, acentuando Plinio con ello el carácter inquietante de su narración y avanzando con ello los más elementales caracteres del género de terror, a pesar de que tales condiciones no arredren demasiado a Atenodoro, que compra la vivienda a su irrisorio precio y en su primera noche se provee de luz y tablillas y estilo con que escribir. El fantasma hace su previsible aparición con estruendo de cadenas. Atenodoro le sigue por los recodos de la casa, haciendo anotaciones en sus tablillas enceradas, y el fantasma señala un lugar en el sótano, tras de lo cual se desvanece. Al día siguiente Atenodoro, a quien no se le ha movido un pliegue de la túnica, manda que excaven en el lugar señalado por el espectro, y en aquel lugar se hallan los restos putrefactos de un hombre encadenado, que no recibió en su día adecuada sepultura. Cumplido el preceptivo rito, a costa del erario publico —no es baladí el detalle—, la casa queda libre del espectro que erraba sin justicia ni descanso.
Tras la exposición austera de los hechos, Plinio ruega a su amigo epistolar que le dé su parecer sobre la veracidad de semejante aventura. Si tal vez solo escribía a su amigo por matar el ocio, o se hacía eco de alguna leyenda que oyó en dependencias de esclavos, o si quiso ensayar una nueva aventura literaria, lo cierto es que Plinio el Joven dio forma en su carta a un género inmortal del que nunca se le ha agradecido su singular aportación.