En
fechas propicias, por aquello de las reivindicaciones relativas a la mujer en
estos primeros días de marzo, llega oportunamente al Palacio de Festivales de
Santander Troyanas, obra dirigida por
Carme Portaceli, con texto adaptado por Alberto Conejero, que ya se presentó en
el Festival de Mérida de 2017.
El
problema de Troyanas, que se presenta
en cartel como «de Eurípides» sin serlo, es el
mismo que padecen otras muchas de su género: que con un poco de allá y un poco
de acá, al final sale lo que sale. En principio, se suprime el artículo ‘Las’
del original, entendemos que por aportar universalidad a la cuestión. Por lo
demás, la intervención de Eurípides en este asunto es un mero «yo pasaba por
aquí»: la confusa versión de Conejero suprime elementos estructurales
esenciales del dramaturgo clásico, introduce personajes que no están en la obra
original y se queda menos con el fondo que con la anécdota. Con lo fácil que
sería avisar que nuestro montaje «está basado en la obra de X», en lugar de «es
de X».
Dicho
esto, nos encontramos con una obra que peca de una fea puesta en escena. Paco
Azorín nos castiga con una inútil y gigante T caída en mitad del escenario (ya,
T de Troya) sobre la que se proyectan imágenes actuales de Siria (¿?). La dirección
es también errática. Portaceli no sabe muy bien qué hacer con sus personajes,
que deambulan sin sentido por el escenario, precisamente por habérseles
arrebatado la magnífica estructura de la tragedia euripidea. Menos claro lo
tiene aún el único varón de la obra, Nacho Fresneda en el papel de Taltibio,
con traje y corbata, que lo mismo es oficinista del siglo XXI que mensajero
griego del 1200 a.C., y que en ninguno de los dos roles sabe dónde situarse ni
qué tono adoptar. Sin entrar en la inverosimilitud que suscitan las diferentes
edades de las protagonistas –la anciana Hécuba, por ejemplo, es una
esplendorosa Aitana Sánchez-Gijón, con hijas mayores o más ajadas que ella—, tampoco
se entiende la ausencia de complicidad con sus personajes originales: el
destino terrible de Casandra, con el que tan maravillosamente nos estremeciera en
su día Christa Wolf, queda reducido a una moza que, no sabemos por qué, se
rasca sin parar; Políxena –ajena a la obra de Eurípides– se nos aparece desde
el reino de los muertos vestida de fiesta y medio desnuda, pues al parecer en
tal mórbido destino se disfruta jolgorio y calor; Briseida en cambio gasta
harapos y también se la invita al margen de las previsiones de Eurípides;
Andrómaca está más en lo suyo, aunque el sacrificio de su hijo –de postiza
aparición en el montaje— lo sobrelleva con esa «resiliencia» ahora tan de moda;
y en cuanto a Helena, pues no nos la creemos como casus belli de ningún conflicto que se precie.
Es
evidente que el peso del montaje se descarga sobre Aitana Sánchez-Gijón que,
sin embargo, ha tenido momentos griegos más felices. Aún recordamos su
fantástica Medea a las órdenes de Andrés Lima. Pero en Troyanas quema toda su artillería demasiado pronto, y a media
representación se queda con pocos recursos en las manos; algo de lo que, por
otra parte, y como es obvio, no es ella la culpable. Conste que se entiende
perfectamente el mensaje de la obra: la mujer es un campo de batalla que se
prolonga más allá de los destrozos de la guerra, su destino es la aceptación y
el silencio, la humillación y la perpetuación del dolor a modo de castigo
ejemplarizante. En ese destino cruel impuesto unilateralmente por el varón, las
propias mujeres con frecuencia se enfrentan y ahondan así su sufrimiento. Es el
viejo divide y vencerás, enfrenta y aniquilarás.