Deambulando entre discos
y películas en estos días en que la abrupta climatología favorece el retiro
hogareño, di de nuevo con esa película del alucinado cineasta Werner Herzog, Muerte a cinco voces, viaje fantasmal a la Italia del Cinquecento, que
vi ya en su momento, hará precisamente ahora unos veinte años. En la cinta, que
en realidad es un producto a medio camino entre la ficción cinematográfica, el
riguroso homenaje musical y el documental perturbador, la locura mora en labios
maledicentes, en frondas y palacios desvencijados, en calles empedradas en que
la truculencia del honor es hábito bajo el que crepitan los sentidos más
voraces. El espectro torturado de la bellísima María d’Avalos clama su nombre
mancillado en las estancias derruidas, carcomidas por la destrucción, la
humedad y la sombra, en que sólo la leyenda –pues su presencia física no se materializa–
del príncipe asesino de Venosa hace presagiar algo nefasto. La aventura que
Herzog nos transmite contiene el eco de unos pasos convocados en la ouija,
pasos seducidos por el sexo y el espanto que con pavoroso acierto emparentara
Quignard. Bien lejos queda la recreación del cineasta alemán de aquella muy otra
que hiciera Cortázar en su peculiar Clone,
subrayando que la fatalidad de los cálculos de la Ofrenda Musical de Bach y de los madrigales del príncipe
Gesualdo conducen a la inexorable perdición. El amor tiene su matemática,
también la muerte, y en esa matemática confluyen ambos con la perfección de
metrónomo de la música: la banda sonora de la ruina.
«El buen amor es así, doloroso e intenso», leí en una ocasión. El dolor del engaño, la intensidad de la sangre; la pasión puede llamarse amor u honor, en la literatura y en la vida. María d’Avalos fue repetidamente acuchillada por su esposo, el joven príncipe de Venosa –se había casado con ella apenas cuatro años antes, aunque la infidelidad de la dama contaba con cierta solera–, y el despechado marido acuchilló igualmente al amante sorprendido in fraganti, el Duque de Andria; hubo también algún disparo perdido y criados coadyuvantes no solo en el desvelo del pecado, consumado reiteradamente en el lecho matrimonial, sino también y sobre todo en el encarnizamiento practicado en la no tan improvisada carnicería. Los cuerpos violentados fueron abandonados a la puerta del palacio ofendido por el desdoro conyugal. La película de Herzog subraya un hecho no demasiado conocido, y es que al parecer el cadáver ultrajado de María fue objeto de necrofilia por parte de un religioso transeúnte. No se cuestionó el derecho legal del esposo a la reparación infame de su dañada honra, sobre todo por un asunto de jerarquía: de sobra sabemos que los príncipes cuentan con carta blanca para sustanciar sus fechorías, y además en este caso concreto Gesualdo contaba con hilo directo con el cardenal Carlo Borromeo y el Papa Pío IV.
«El buen amor es así, doloroso e intenso», leí en una ocasión. El dolor del engaño, la intensidad de la sangre; la pasión puede llamarse amor u honor, en la literatura y en la vida. María d’Avalos fue repetidamente acuchillada por su esposo, el joven príncipe de Venosa –se había casado con ella apenas cuatro años antes, aunque la infidelidad de la dama contaba con cierta solera–, y el despechado marido acuchilló igualmente al amante sorprendido in fraganti, el Duque de Andria; hubo también algún disparo perdido y criados coadyuvantes no solo en el desvelo del pecado, consumado reiteradamente en el lecho matrimonial, sino también y sobre todo en el encarnizamiento practicado en la no tan improvisada carnicería. Los cuerpos violentados fueron abandonados a la puerta del palacio ofendido por el desdoro conyugal. La película de Herzog subraya un hecho no demasiado conocido, y es que al parecer el cadáver ultrajado de María fue objeto de necrofilia por parte de un religioso transeúnte. No se cuestionó el derecho legal del esposo a la reparación infame de su dañada honra, sobre todo por un asunto de jerarquía: de sobra sabemos que los príncipes cuentan con carta blanca para sustanciar sus fechorías, y además en este caso concreto Gesualdo contaba con hilo directo con el cardenal Carlo Borromeo y el Papa Pío IV.
Tras
los funestos acontecimientos, sin embargo, la prudencia aconsejó que el
príncipe abandonara Nápoles y se retirara a su castillo familiar y emprendiera
allí una nueva vida. Gesualdo volvió a casarse, tres años más tarde de la
consumación de la tragedia napolitana, esta vez con Leonora d’Este, mujer de
familia próxima a círculos intelectuales musicales de Ferrara que a Gesualdo le
resultaban sumamente atractivos, pues ya desde su infancia su querencia por la composición
ya se había hecho evidente. Comenzó desde entonces un idilio menos conyugal que
musical, en el que Gesualdo alumbró sus dos primeros libros de madrigales y él
mismo se presentó en numerosos viajes artísticos como intérprete de
instrumentos de cuerda pulsada. En palacio llegó a instalar incluso su propia
imprenta. En el entorno de Ferrara, y pese a sus siniestros precedentes,
Gesualdo compuso con fruición para el llamado Concerto delle Donne, un ensemble
de componentes exclusivamente femeninos que interpretaban con devoción sus
madrigales, y al que parece que eran bienvenidas otras prácticas de sesgo
cuando menos «esotérico» en las que participaban miembros escogidos de la
acomodada élite cultural ferrarana. Los siguientes libros de madrigales —cada
vez más reconocidos por los músicos de su tiempo, como Luzzaschi, si bien
pronto olvidados— continuaron ahondando en los contrastes y en las disonancias,
en una suerte de cromatismo mórbido e inquietud arácnida, que aún hoy aterra y
apresa sin remedio. La película de Herzog recoge precisamente interpretaciones
de algunos de los más cautivadores madrigales de Gesualdo, a cargo de Il
Complesso Barocco y el Gesualdo Consort.
A
medida que la vida cortesana y musical del príncipe se enriquecía, la personal
se desmoronaba: su esposa se apartó de él, uno de sus hijos murió y otro de
ellos falleció en extrañas circunstancias. De él se decía que se rodeaba de
jovenzuelos desnudo por los que se hacía azotar y se tramaron en derredor
leyendas sadomasoquistas que alimentaron el mito de un monstruo devorado por su
propio espanto interior. Lo cierto es que la extravagante melancolía de
Gesualdo se tradujo en un oxímoron compositivo que jamás le abandonaría: la
dolorosa alegría. En agudo dolor y sin ventura acabó sus días, en 1613, con 47
años, vencido por una penosa enfermedad. Los madrigales de Carlo Gesualdo de
Venosa son con razón los más fascinantes y escalofriantes del siglo XVI.
RECOMENDACIONES
Carlo Gesualdo de Venosa: Madrigales completos. Delitiae Musicae.
Formato audiolibro con 7 discos. Naxos. 2013.
Bajo
la dirección de Marco Longhini se grabó en el económico sello Naxos esta
integral que probablemente comprenda algunas de las mejores interpretaciones de
los madrigales de Gesualdo. Oscuridad, emoción, expresividad, empaste y fraseo
excepcionales… son las señas de identidad de un cofre capaz de proporcionar
interminables satisfacciones.
Werner Herzog: Gesualdo. Muerte a cinco voces. Milva e intervinientes amateurs.
Il Complesso Barocco. Gesualdo Consort. 60’. 1995.
Herzog
siempre se ha caracterizado por su singularidad cinematográfica y este trabajo
no es una excepción. Aun escarbando en lo más «amarillista» de su personaje, el
director sabe investir su trabajo de un aura de rigor y al tiempo de recrear
los pasajes y paisajes fundamentales del príncipe de Venosa desde un enfoque
subjetivo, con una narración en off que no impide la recogida de testimonios de
personajes diversos que aportan su particular visión del músico. Muy
interesante.