La
tranquilidad es el síntoma más evidente del peligro. No porque simplemente lo
preceda, como reza el viejo y conocido refrán —la calma que anuncia la
tempestad—, sino porque lo configura y ayuda a fortalecerlo. La tranquilidad es
una falacia, una ficción que contribuye a la construcción de un ideal de
perfección que se despliega al aire libre, mientras en las cloacas subterráneas
se gesta la realidad: la de la podredumbre maloliente y a duras penas
encubierta que circula bajo las pulcras avenidas blanqueadas. En la actualidad
parece reinar un ambiente propicio a las mujeres: sus derechos se postulan a
diario en los medios de comunicación, sus logros empiezan a subrayarse en
diferentes iniciativas, proliferan los reportajes y estadísticas acerca de las —escasas—
féminas que logran alcanzar el éxito en puestos de dirección, revistas de
cierto prestigio sacan en cada número con frecuencia indesmayable retratos de
grupúsculos de mujeres que nos cuentan cómo se hicieron millonarias —o cómo
lograron mantener las fortunas que les legaron sus padres o maridos–. Parece
que vivimos en el más apacible de los mundos posibles. Y, sin embargo, pese a
estos esfuerzos mediáticos que intentan convencernos de nuestra recién
estrenada felicidad, los vientos poco favorables nos zarandean sin descanso:
los insultos hacia las mujeres se han convertido en moneda corriente, por no
hablar del alarmante aumento de las agresiones físicas; se ha incrementado
el recurso a la prostitución por el masculino deseo expreso y reconocido de no establecer
lazos emocionales; el más virulento desprecio empieza a perfilarse como el auténtico
sentimiento de los hombres que hasta tiempos recientes pululaban como
auténticos lobos con piel de cordero; la mujer es objeto constante de burla o
crítica despiadadas por su vestimenta o su comportamiento; se manifiesta
hartazgo hacia la denuncia de situaciones de desigualdad o abuso sexual y se
apela al bulo de las denuncias falsas para cuestionar la veracidad de los
abusos sufridos secularmente por el sexo femenino. La feminista ha pasado a ser
directamente «feminazi» y la única mujer aceptada —y con reservas— es aquella
que sigue un patrón de conducta y apariencia igual al de los hombres. Una declaración
que en su momento me pareció tan significativa como demoledora fue la que
realizó en su día, no muy lejano, Ana Patricia Botín, cuando al hacerse cargo
de las funciones que había desempeñado su difunto padre dijo expresamente que
quería ser llamada «presidente» y no «presidenta»; parece ser que eso la hacía
sentirse más cómoda dentro de un mundo que, por mucho que nos cuenten, sigue
dominado por tiburones y no por «tiburonas».
En
líneas generales, la respuesta del varón frente al nuevo posicionamiento
público de las féminas es el de la usurpación de las funciones y caracteres que
hasta hoy había venido desempeñando la mujer, incluyendo la maternidad. Hay que
reconocer que la estrategia es inteligente. Una de las grandes capacidades de
coerción que podía ejercer la mujer sobre el hombre era el de la maternidad:
aseguramiento de vínculos afectivos, supervivencia a los desastres de un
matrimonio frustrado, regeneración poblacional, producción de muchachos jóvenes
para las guerras… y, en definitiva, el atávico poder de transmisión de la vida,
«eso» tan misterioso como inaprehensible y necesario. La injerencia del hombre
en estas tareas —salvo en la meramente física del parto, por supuesto, que no
le resulta de ningún interés—, su imposición de un deber de maternidad en
mujeres —fértiles o no, conniventes o no– que debe llevarse a cabo a modo de exigible
sacrificio social, su afán a veces enfermizo en arrebatar por la fuerza a las
mujeres los frutos de su vientre, supone un golpe bajo a la latente revolución
de la mujer como portadora de un bien supremo, intangible y no venal que —a la
luz de las últimas estadísticas demográficas– es cada vez más escaso. Lo peor
del asunto es que las mujeres se están dejando engañar por los cantos de sirena
de la cacareada colaboración masculina. Nunca en la guerra un pacto es entre
iguales. Y la guerra no solo no ha acabado, sino que no ha hecho más que
recrudecerse; pero las armas y las directrices han cambiado. Se impone
andar con pies de plomo.
Mas,
¿qué está ocurriendo en el ámbito de la cultura? En un territorio en que lo que
se mueve es más la consideración o la vanidad que lo puramente económico,
cabría pensar que el campo de batalla es menos conflictivo. Y sin embargo no es
así. El llamado «recurso de autoridad» es tan viejo como la Humanidad y ha
venido siendo acaparado por los hombres desde ese impreciso comienzo de los
tiempos que no sabemos ni podemos definir. Los hombres «tienen siempre razón» y
«tienen más cultura» porque secularmente han gozado de pleno acceso a los
estudios y porque han impedido a las mujeres —salvo a las de muy alto estrato
social— su desarrollo intelectual. En consecuencia, han pensado mejor y han
escrito mejor. Esto, en realidad, no es cierto desde un punto de vista
cualitativo, pero sí cuantitativo: han ganado por goleada, y resulta éste un
hecho difícil de desmontar. Si ahora mismo preguntáramos al azar a cualquier
lector los diez últimos libros que ha leído y todos fueran de autores
masculinos, nadie se extrañaría. Si en cambio la respuesta incluyera a diez
autoras femeninas, ello nos situaría ante un hombre extraordinariamente culto,
pero además las preguntas —y las alarmas— se dispararían. ¿Por qué? ¿Por qué se
siguen realizando antologías literarias de sesgo claramente masculino? ¿Por qué
los comentarios, reseñas y críticas que leemos en los suplementos culturales o
que escuchamos en la radio hieden a testosterona? ¿Por qué las producciones con
firma de mujer —exposiciones, publicaciones, programaciones...— suelen acompañarse
siempre de pretextos amarillistas o de apelaciones a la vida íntima de la artista?
¿Por qué parece que molesta que se lleven a cabo iniciativas de concepción
femenina? ¿Por qué los organismos que velan por la cultura en cualquiera de sus
manifestaciones siguen mayoritariamente ocupados por rijosos ancianos cavernícolas
que obstaculizan el acceso a las mujeres? ¿Por qué el inteligente diccionario
de María Moliner sigue estando relegado frente a la obra de la Real Academia
Española, que aún hoy contiene definiciones vergonzantes no ya (solamente) por
sexistas, sino por estultas? ¿Por qué tantos porqués sin una motivación lógica?
Sin
embargo, existe con seguridad un factor que condiciona la extensión creciente
de la mujer con influencia en el contexto cultural: al hombre le interesa más
el éxito económico y político —incluso social— y a la mujer las relaciones
humanas. Y es probablemente en este apartado nicho donde los varones se
encuentren con la guardia baja y las mujeres estén aprendiendo a aprovechar su
pequeña oportunidad; esa que llevan ejerciendo, aun secretamente, desde tiempo
inmemorial. La labor continua de tantas penélopes silentes pero conmovedoras
está empezando a dar sus frutos. La emoción como arma cargada de futuro es algo
para lo que el varón, tan visceral y directo, no está (aún) preparado, así que
la gestión cultural, el arte, el cine, la literatura… comienzan a mostrar cada
vez más firmas femeninas, para disgusto y pública protesta de los gurús
predominantes.
Todo
sea que, como en El cuento de la criada
—aquella pavorosa fabulación de Margaret Atwood alumbrada hace más de tres
décadas y que parece haber encontrado razón en la sinrazón de hoy para propiciar
una estremecedora actualización cinematográfica (de visión muy recomendable,
por cierto)—, se acabe por llegar a la construcción de una distopía en la que esta
progresiva visibilidad femenina se paralice por la fuerza, en la que se retorne
a los valores más ancestrales de la dominación sustentada en la violencia del
«macho», en la que se apele a los valores más alejados de la racionalidad para
volver a someter a las mujeres a los rescoldos miserables de la hoguera, al
parto socializado y a la sumisión alejada de las libertades del lenguaje.
Solo cabe la esperanza de que quizá ese impuesto retorno femenino a la Edad Media intelectual ya no sea posible. Como Ariadna Castellarnau postula en su inquietante y gran novela, Quema, cuando la peste y el fin del mundo se aproximan y el mal se adueña de las vidas privadas de los —de las— más débiles, solo la fe en el acto salvador de la cultura conduce a la recuperación de los ciclos naturales de la vida, del glorioso privilegio de las estaciones. Y ese acto, a pesar de los silencios impuestos durante tantos siglos desde la atalaya de la supuesta supremacía varonil, de los muchos tormentos infligidos a lo largo de los tiempos por muchos hombres a tantas mujeres, ese privilegio, digo, solo está en manos de una de las dos mitades de la Humanidad. Ya sabemos cuál.
Solo cabe la esperanza de que quizá ese impuesto retorno femenino a la Edad Media intelectual ya no sea posible. Como Ariadna Castellarnau postula en su inquietante y gran novela, Quema, cuando la peste y el fin del mundo se aproximan y el mal se adueña de las vidas privadas de los —de las— más débiles, solo la fe en el acto salvador de la cultura conduce a la recuperación de los ciclos naturales de la vida, del glorioso privilegio de las estaciones. Y ese acto, a pesar de los silencios impuestos durante tantos siglos desde la atalaya de la supuesta supremacía varonil, de los muchos tormentos infligidos a lo largo de los tiempos por muchos hombres a tantas mujeres, ese privilegio, digo, solo está en manos de una de las dos mitades de la Humanidad. Ya sabemos cuál.