EL CORAZÓN DE FRANKENSTEIN

Es probable que la literatura, esa ficción tan auténtica, nos haya legado entre otras muchas verdades la de la sordidez de los tiempos del Romanticismo. En una aparente evocación de los años medievales, oscuros y restrictivos, los románticos reflejaban en realidad un entorno en que la enfermedad y la muerte eran sus compañeras de diario, en que los cementerios eran paisaje habitual desde las ventanas de una gran parte de la población, en que la medicina y la anatomía se nutrían para sus prácticas de misérrimos profanadores de cadáveres, en que el dolor era moneda corriente y la anestesia un lujo inexistente en las operaciones de cirujanos demoniacos, en que la locura era una obsesión que alentó multitud de conferencias, reuniones y tratados, en que lo alquímico y lo mesmérico se veían como actitudes no demasiado ajenas al quehacer de los profesionales de los cuerpos y las almas. En ese entorno, también, y en consecuencia, se comprende que la propia literatura supusiera, en el mejor de los casos, una forma refinada de extravagancia, no siempre demasiado alejada de la demencia. 
Cuando Mary conoció a Percy lo hizo mientras leía sobre una tumba. Era la lápida de su madre, que había muerto precisamente al darla a luz. En 1797 era práctica habitual que los mismos médicos que se encargaban de realizar las autopsias se acercaran a continuación a ocuparse de los partos, con lo que es fácil suponer que el índice de madres muertas era absolutamente escandaloso. Aproximadamente cincuenta años más tarde, el doctor húngaro Ignác Semmelweis puso en relación la manipulación de los muertos con la propia de los niños por nacer, y apostó no sin cordura por la necesidad de la higiene y de los lavados de manos antes de acercarse a asistir a las parturientas; algo que le produjo numerosos problemas con sus colegas y casi le costó su carrera, pero que salvó a numerosas madres a partir del siglo XIX. El caso es que Mary Wollstonecraft leía, decíamos, en la lápida de su madre, en el cementerio de Saint Pancras, y lo hacía de modo habitual, por miedo a que los traficantes corrientes de cadáveres desvalijasen la tumba. Y he aquí que un día, estando en tal cotidiano quehacer, Percy B. Shelley se le apareció y ya nunca más, ni siquiera a pesar de la muerte, se le fue de la vida.  «El cementerio, con la tumba sagrada, fue el primer sitio donde el amor brilló en tus ojos», diría Mary de su esposo diez años más tarde, siendo ya viuda. Paradójicamente, la niña Mary había prometido que nunca cedería al «monopolio terrible del matrimonio», pero lo cierto es que su amor fue un compromiso eterno que navegó mucho más allá de las olas del último barquero. 
Hay una noche sobre la que se ha escrito mucho y que está en el origen del alumbramiento de uno de los seres más terroríficos de la literatura; más terroríficos no por su configuración mórbida y morbosa, sino por lo que en sí mismo significaba desde una perspectiva intelectual y filosófica: Frankenstein. Cinco años más tarde de decidir unir sus destinos en una aventura sin convencionalismos, en junio de 1818, Percy Shelley viajó con Mary Wollstonecraft y con la media hermana de ésta y con Lord Byron y con un médico amigo del entorno, John William Polidori, a un castillo a orillas del lago Lemán: Villa Diodati, donde ya se había alojado en 1638 el autor de El paraíso perdido, John Milton, a su regreso de un viaje a Italia para conocer a Galileo; se intuye que allí habría podido nacer también su Lucifer. La villa la ocuparon igualmente, en momentos distintos, Rousseau y Voltaire, enemigos que, sin saberlo, estaban trabajando, aun cada uno a su manera, en el objetivo común de socavar el Antiguo Régimen. Ese viaje nocturno de los jóvenes y aventureros poetas y sus tres jornadas posteriores, entre nieblas e historias fantasmagóricas a las que tan adicto era Lord Byron, quedó reflejado en una gran película española, Remando al viento, que recrea muy bien el espíritu que debió de presidir aquellas indescriptibles horas. 
Ciertamente, el azar tantas veces se confabula en contra de la lógica, y en verdad en aquella estancia en Villa Diodati se suscitó el reto de que cada uno de los allí congregados escribiera al calor de la sensualidad, la hoguera y la lectura un relato de terror. No fueron victoriosos en la lid los que más papeletas tenían para erigirse con el mejor texto. Antes bien, fueron Polidori y Wollstonecraft quienes dieron en la diana de la posteridad: Polidori con Vampiro (las bien conocidas adaptaciones cinematográficas de los 90 Entrevista con el vampiro y Crepúsculo se inspiran en él) y, en especial, Wollstonecraft con Frankenstein
El torturado personaje de Mary Wollstonecraft es algo más que una criatura terrible evocada al hilo de los conocidos experimentos «médicos» del Doctor Dippel en el castillo de Frankenstein. Era la encarnación de los oníricos terrores de los grabados de William Blake que Mary conocía tan bien desde niña, de la visión de los carretones que transportaban cadáveres como mercancía en las calles del inicio del siglo XIX, de la asunción de una sociedad enferma muy similar a un cuerpo putrefacto cuya única salvación residiría en su recomposición a partir de miembros sanos. 
Cuando Shelley murió, su viuda, con apenas veinticinco años, siguió inmersa en viajes y mudanzas, y siempre con una víscera a cuestas: el corazón de su esposo (curiosa batalla legal que le costó ganar, pero a cuya victoria jamás renunció). Tal vez Mary Wollstonecraft Shelley no era sino una idealista, una romántica que atesoraba con tesón el órgano en que cifraba la esperanza inalcanzable de la creación del más perfecto amor.