Después
de un largo periodo de gira por diversas ciudades españolas llegó al Palacio de
Festivales de Santander La velocidad del otoño, obra de Eric Coble versionada
por Bernabé Rico y dirigida por Magüi Mira, cuya mayor expectativa estaba
depositada, a qué negarlo, en la presencia de Lola Herrera.
El
tema de la obra no es nuevo en absoluto, y mucho menos la forma de tratarlo. El
texto, en realidad, es muy precario: una previsible reivindicación de la dignidad
en la vejez y del derecho de los mayores a tomar las riendas de su vida, algo
que nadie en su juicio cuestiona y de lo que resulta innecesario convencer a un
respetable que lo acepta por anticipado; el ritmo de la (in)acción es
penosamente lento, el discurso es reiterativo, y las anécdotas marginales que
intentan dinamizar la escena son completamente absurdas. Peor aún es la
adaptación de Rico, que recurre sin pudor y sin sentido a palabras malsonantes
(ese «mecagoendios» del comienzo es antológico) y que nos asfixia en una
pastosa y soporífera verborrea. La dirección de Mira es justita, con elementos
mal resueltos (la ventana que acaba siendo puerta cuando se dice repetidamente
en la obra que la puerta está en otro lugar, por no mencionar el terrible árbol
de cartón) y cierta dosis de pereza, pues es evidente que centra el peso
escenográfico exclusivamente en la presencia de la actriz principal; el
vestuario deja mucho que desear y el empleo de la música constituye un
subrayado demasiado obvio (el Addio del passato a todo volumen en el moroso
inicio ya da la clave de lo que en seguida se nos va a venir encima).
A cambio, la interpretación de Lola Herrera es fresca y natural, con una dicción impecable y una soltura pasmosa. Ella sola logra arrastrarnos hasta el fin de la lánguida obra, como total dueña y señora del espacio escénico. Le da la réplica Juanjo Artero a bastante distancia, con una presencia irregular que a ratos resulta inspirada y en otros sobreactuada e inverosímil.
A cambio, la interpretación de Lola Herrera es fresca y natural, con una dicción impecable y una soltura pasmosa. Ella sola logra arrastrarnos hasta el fin de la lánguida obra, como total dueña y señora del espacio escénico. Le da la réplica Juanjo Artero a bastante distancia, con una presencia irregular que a ratos resulta inspirada y en otros sobreactuada e inverosímil.