EL PERPETUO BESO AL AIRE DE PESSOA

De Fernando Pessoa apenas tenemos dos certezas: una de ellas es la de su etérea levedad física, tan característica de sus fotografías, como de hombre menudo que se desdibuja entre una perpetua neblina; la otra es la del propio oxímoron que encierra su nombre. Curiosamente, ambas certezas constituyen en sí mismas una evidente ausencia de certeza. Tal vez no sea extraño que el último gesto de Pessoa en el hospital, justo antes de morir devorado por la cirrosis, fuera alargar su mano hacia la mesilla para buscar sus lentes, en la necesidad de dotar a su mirada final de la nitidez que siempre le fue esquiva… o a la que siempre seguramente él esquivó.
‘Pessoa’ en portugués significa ‘persona’. ‘Persona’ en latín significa ‘máscara’ (las máscaras que usaban los personajes de teatro). ‘Personne’ en francés significa ‘nadie’. Así pues, el destino de Pessoa parecía venir ya dado desde su nacimiento por su propio apellido, propicio a la multiplicidad, a la representación, al disfraz, al juego de identidades, al escondite. «He creado varias personalidades en mí. Creo personalidades constantemente. Cada uno de nosotros es varios, muchos, una prolijidad de sí mismos. En la vasta colonia de nuestro ser, hay gente de muchas especies, pensando y sintiendo de manera diferente. ¿Cuántos soy? ¿Quién es yo?», escribió con lucidez y hasta descaro en su Libro del desasosiego. La genialidad de Pessoa radica en que nunca ocultó que se ocultaba y al tiempo se ocultaba a sí mismo que lo hacía; una suerte de laberinto centrífugo y borgiano que nos legó una larga serie de heterónimos con vida y letras propias. Pero Pessoa, que tantos hombres fue, no llegó a ser nunca aquel en cuyos brazos desfalleciera lo real; los habitantes múltiples de su cabeza lo mantuvieron casi siempre en una nube de la que solo bajaba para atisbar en el fondo de los vasos y entregarse al humo espeso de sus inacabables cigarrillos.
Samuel Beckett, con su agudeza y clarividencia incomparables, decía de Pessoa que le producía la sensación de «un extraño susurro de un no-ser que entre la maleza nos aterroriza», captando en una sola frase la evanescencia del portugués, su singularidad y su coqueteo sorprendente con los límites entre la vida y la muerte. De algún modo, las palabras de Pessoa en los innúmeros labios de sus heterónimos que se bifurcan nos asaltan como las lápidas de un cementerio fantasma que nos saliera de repente al paso en un hortus salvaje.
De lápidas y epitafios, precisamente, sabía Pessoa lo suyo. Así se nos aparece con absoluta transparencia de nuevo en su Libro del desasosiego, que al fin y al cabo es una sucesión de transcripciones a modo de epitafios sobre una vida extinta (él dice literalmente «mis sensaciones son un epitafio sobre mi vida muerta»). Existe un libro muy temprano de Pessoa, habitualmente poco frecuentado, que son sus Inscripciones (1920), en lengua inglesa y de un gusto finisecular y sin embargo traslúcido e impecable. En realidad, se trata de un ramillete de catorce inscripciones de tema funerario que, bajo el prisma de esa lírica europea entonces dominante, recogen el testigo de una tradición exquisita: la de la Antología Palatina, que publicó en Londres W.R. Paton en 1916 a partir de un códice del siglo X, que a su vez contenía una compilación de poesía griega –esencialmente epigramas– comprendida entre los periodos clásico y bizantino. Pessoa fantasea con las últimas palabras de aquellos hombres y mujeres de la Hélade y las transforma en mensajes serenos sobre la existencia, la muerte y el sueño, también sobre su perpetua intermitencia: «Pasamos y soñamos. / […] Mi mano escribió aquí este epitafio / sin saber apenas por qué». La devoción explícita por el mundo clásico y en particular por la Antología Palatina– también conocida como Antología Griega – quedó patente ya en una traducción que, un año antes, Pessoa publicó de algunos de sus epigramas en la revista Athenaeum, a la que también pensaba ofrecer sus Inscriptions. Perfecto conocedor desde su viajada infancia de la lengua inglesa, Pessoa escogió este vehículo de comunicación en un intento de hacer llegar su obra más allá de los límites de la cansada Lisboa. La revista, sin embargo, frustró las expectativas del poeta, quien finalmente tuvo que recurrir a publicar sus catorce inscripciones en el volumen Poemas ingleses, ya en 1921 y sin repercusión alguna en el entorno de la crítica literaria. Es probable que esa herida infligida al orgullo juvenil del lisboeta cristalizara después en su impulso de la revista Athena, de nombre sospechosamente similar, en la que vuelve a incidir en la querencia por los epitafios griegos, en este caso vertidos al portugués (1924). No puede escapársenos la evidente reminiscencia de estos intimistas epitafios clásicos con los más amplios de Mensagem, en que el aspirante a poeta inglés recibe sepultura en beneficio del esplendoroso poeta de la lengua portuguesa –todo en Pessoa es una sucesión de ser y no ser o dejar de ser–. Del mismo modo que es difícil no poner en relación este interés por tantos nombres y vidas y lenguajes descritos en la piedra, así como su prosopopeya, las máscaras que el poeta les asigna, con el nacimiento consecuente de los heterónimos pessoanos.
En la mano yerta del hombre que cobija el pecho desaparecido de la amada que yace con él a su costado puede encontrarse, tal vez, el más hermoso símbolo con que Pessoa supo encarnar esa perpetua búsqueda de lo que fuimos e intentamos apresar. «Besad, que así fue nuestro beso», concluye el poeta, invitándonos a tomar conciencia de la palpable carnalidad de nuestra inexistencia, a desaparecer del cómputo del tiempo y a nunca terminarnos. Pessoa: perpetuo beso al aire que el aire desvanece.