Los
Sueños constituyen una obra feroz aunque no fácil dentro de la producción del
genial Francisco de Quevedo. Ello significa que, por una parte, contienen
material más que suficiente para vertebrar una propuesta escénica y que, por
otra, la tarea, de acometerse, es ardua por cuanto precisa de ese plus que
necesita un texto que no ha sido concebido para las tablas. Con sus
particulares Sueños, Gerardo Vega desde la dirección y José Luis Collado
desde la adaptación se meten con audacia en un jardín del que no logran salir
suficientemente airosos, tal vez lastrados por dos intenciones: la de subrayar
la vigencia del texto y su trasposición a la vapuleada España contemporánea, y
a la vez la de aportar al público unos bocados del Quevedo más conocido y
admirado por el público, en lugar de la ceñida visión del soñador atroz que
también fue. Buenas intenciones, pues, que sirven de empedrado a un infierno
muy gélido y muy blanco, que más recuerda a los revolucionarios espectros del
ya mítico Marat-Sade de Peter Brook que a los ardorosos tormentos de las
quevedescas Zahúrdas de Plutón.
Así
que el resultado de Sueños ha sido un texto largo y deshilachado en el que en
realidad se entreveran pocos sueños con algún soneto, con menciones a la
epístola censoria al Conde Duque de Olivares y con retazos biográficos que
oscilan adelante y atrás cronológicamente, todo ello hilvanado mediante
insulsos párrafos salidos de la pluma del adaptador. En suma, un cóctel de
ingredientes dispares y no bien agitados, que se resiente de la ausencia de un
texto menos ambicioso y también menos incoherente, más puramente teatral y
mejor armado por Collado. Por lo demás, el montaje se apoya en una escenografía
bien iluminada y sobria, en proyecciones de Álvaro Luna interesantes
aunque distractivas, en un planteamiento cabaretero que podría haber dado más
juego pero que en seguida se desinfla, y en un uso arbitrario de músicas de
Monteverdi, Bach, Purcell, Bartók… cuyo espíritu dista mucho de las que
colorearon aquellas jornadas del siglo áureo español.
Desde
el punto de vista interpretativo hay pasajes afortunados; indiscutiblemente,
las reinas de la noche fueron las mujeres, en especial Lucía Quintana (cálida Aminta)
y Marta Ribera (espléndida Muerte). Juan Echanove lleva su papel a los
extremos, ora tonante ora quejumbroso, en un esfuerzo evidente que el rumbo de
la dirección le impone; no acabamos de creernos su errático Quevedo, pero en
verdad se lo trabaja. El resto del elenco en líneas generales es satisfactorio,
defendiendo con entrega sus papeles desdoblados.
Sueños nace con vocación de gran espectáculo pero se queda en el camino. Su vistosidad formal y el entusiasmo de sus actores no logran remontar la falta de solidez de un texto que podía habernos deparado un gran disfrute de haberse tejido con mayor homogeneidad y hondura.
Sueños nace con vocación de gran espectáculo pero se queda en el camino. Su vistosidad formal y el entusiasmo de sus actores no logran remontar la falta de solidez de un texto que podía habernos deparado un gran disfrute de haberse tejido con mayor homogeneidad y hondura.