«Viví para el arte, viví para el
amor. Nunca a nadie hice daño. Con mano furtiva intenté ayudar a quienes lo
necesitaban. Ofrecí mi canto al cielo, a las estrellas, y entonces sonrieron
llenos de hermosura».
Probablemente no haya aria con que mejor se la identifique, que mejor la
defina, ni a la que nadie haya entregado tanta pasión. De haberla conocido,
Puccini habría indicado sin dudar que Floria Tosca, la menuda pero ardiente mujer
que protagonizaba su pequeña ópera-joya, debía ser ella. Naturalmente: Maria
Callas.
En
1953 se realizó una grabación de Tosca en La Scala de Milán, bajo la impecable batuta de Victor de Sabata. Cantaban Maria
Callas (Tosca), Giuseppe di Stefano (Cavaradossi) y Tito Gobbi (Scarpia). Ha
pasado más de medio siglo y esa grabación, en su conjunto, encierra un valor
musical y emocional que no ha sido aún superado. Tal vez no sea exagerado decir
que nunca ha habido Tosca como aquella pequeña y estremecida Maria Callas,
aunque muchas lo han sido después y con gran mérito. Su «Vissi d’arte, vissi
d’amore» del II Acto ha quedado para siempre en nuestra memoria de melómanos
como el testimonio tembloroso, brotado desde lo más hondo del corazón, de la
frágil pero intensísima soprano griega. Existe en particular un vídeo de Callas-Tosca
en 1956 en Nueva York, en una grabación televisiva para la CBS (puede
encontrarse en YouTube) que refleja toda la tensión, el sufrimiento auténtico, «el
arte y el amor» que corrían por sus venas.
Hace
apenas dos días se cumplían cuarenta años de la muerte de «la Callas», aquella
muerte extraña y fulminante, aún no completamente desvelada, que la sorprendió desamparada
y sola en un París que le era ajeno. Perdida ya la voz, sin apenas nadie que
realmente la apreciara, Maria se apagó en su habitación en tan sólo unos
minutos. Su cuerpo fue incinerado y, tras una anecdótica desaparición de la
urna fúnebre, sus cenizas fueron arrojadas al Egeo: la Callas siempre fue una isla,
y era lógico que retornara a un mar de islas, que además era el suyo.
El
amor que con tanta pasión cantó siempre le fue esquivo. Ni siquiera su madre
recibió su nacimiento con alegría: en lugar de un varón llegó aquella chiquilla
que, con los años, se haría poco agraciada, en especial por su miopía y su gordura.
Los desprecios contra ella parecieron prodigarse, en una comparación de
evidente desventaja con su hermana, aparentemente más brillante y hermosa. Sólo
su voz la salvó de ser un mero mueble en casa: las posibilidades crematísticas
de la garganta de Maria pronto fueron rentabilizadas y la presión que se
ejerció sobre ella a este respecto se hizo casi insoportable. La infancia de Callas
no fue infancia, y así llegó a decirlo en público, negándose incluso a volver a
ver a su madre cuando la cantante aún no había cumplido los treinta; algo que
en 1956 le costó una demoledor reportaje en la influyente revista Time, donde tuvo que sufrir verse
acusada de falta de amor filial.
Tampoco
en las relaciones de pareja fue afortunada la griega. Tras un primer matrimonio
de conveniencia con Giovanni Battista Meneghini, un adinerado empresario tres
décadas mayor que ella —tal vez remota referencia paterna— que la apoyó de
forma sólida en los primeros años decisivos de su carrera artística, su gran e
imposible amor fue Aristóteles Onassis, que la arrastró a la faceta más triste
del exhibicionismo social para nunca implicarse honestamente con ella, y que acabaría
dejándola para casarse en 1968 con Jacqueline Kennedy —a pesar de que dicho
matrimonio, en una suerte de castigo bumerán, pronto se convertiría para el
armador griego en un auténtico infierno—. Ese terrible golpe moral coincidiría
con la plena fase de decadencia de su voz, con sus experiencias menos gratas en
los escenarios… y con el inicio de la más abrupta soledad. Maria Callas nunca
dudó en confesar abiertamente sus sentimientos de abandono, de aislamiento, de
desamor, de decadencia; hay amargos párrafos enteros al respecto recogidos en
el angustioso libro Callas, que John
Ardoin y Gerald Fitzgerald publicaron poco antes de la muerte de la diva.
Sin
embargo, años atrás su estrella había brillado como ninguna y aun entre
escándalos con sus representantes y abiertas rivalidades con otras cantantes de
su tiempo —incluso en escena, en plena representación, como en la célebre
Aida de la Ópera de Chicago, donde se presume que hizo que un acomodador
levantara a una fila de espectadores justo cuando la Tebaldi iniciaba su aria
«O patria mia»—, mereció el justo apelativo de «la Divina». La gran Elizabeth
Schwarzkopf llegó a decir, tras presenciar la primera Traviata de Maria en la Arena de Verona, a comienzos de los 50, que
nunca más volvería a cantar el papel de Violeta porque Callas lo encarnaba con
absoluta perfección. En el Metropolitan, y aun después de la incendiaria
portada de Time, Callas-Norma salió
a saludar dieciséis veces. Su arte —porque Callas no sólo era una voz— jamás ha
sido discutido. Por eso pudo también coquetear con el cine, de la mano de uno
de los grandes: Pier Paolo Pasolini. Los ojos desmesurados de Callas en el
paraje desolado de la Cólquide, el masticable poder de su faceta irracional,
hacían de ella la Medea ideal. En el rodaje, el entendimiento entre ambos fue
magnífico. Pasolini admiraba aquella fuerza arrolladora de la naturaleza
zarandeada por una vida plagada de altibajos, y Callas la capacidad de
penetración del trascendente realizador italiano en el complejo personaje de la
hechicera clásica, más allá de la estricta traducción de los versos de
Eurípides. La película se rodó en 1969, en plena crisis vocal y existencial de
la cantante, y con ella Pasolini devolvió a la griega el ardor, ya ausente en
los auditorios, del aplauso internacional. El arte, sólo el arte, fue el amor más
oscuro y tenaz de la gran Callas, aunque Maria, la niña triste, tal vez apenas
se dio cuenta.
PARA ESPIAR
Maria Callas: Live. Remastered Live Recordings. 40 CD y 3 Blue-Ray.
2017.
Ambiciosa
recopilación recién lanzada por Warner que por apenas 100 euros ofrece un
conjunto de 42 CD y 3 Blue-Ray, más un lujoso libreto de más de 200 páginas con
fotografías, muchas de ellas desconocidas hasta ahora. El cofre reúne 20 óperas
(12 no registradas por Callas en estudio) y 5 recitales. Los blue-ray proporcionan
la impagable oportunidad de apreciar a Callas en su «salsa» escénica, como la
misteriosa y descomunal actriz que era. Una de las joyas del cofre es la
mejorada versión —siempre ha aparecido en indignas grabaciones piratas— de la
‘Lucia’ con Karajan en Berlín, absolutamente espectacular. La calidad de sonido
ha sido balanceada y cuidada al máximo. Los CD y los Blue-Ray se pueden comprar
por separado. Para devotos de la Divina y para curiosos hacia la personalidad
de una de las cantantes más importantes del siglo XX.
Peculiarísima
versión que el maestro italiano, en cooperación con la escritora Elsa Morante,
realizó del clásico de Eurípides, desde un punto de vista menos lineal o
narrativo que simbólico. Pasolini se permite múltiples licencias —ya desde su
mismo inicio, con la introducción que nos presenta el Centauro Quirón— en una
cinta en la que le importa subrayar el conflicto entre civilización y barbarie,
entre la imposición de lo real que demanda el mundo moderno y el poder desatado
de lo irracional que dominaba en el pensamiento antiguo. Maria Callas se
desempeña a la perfección en su papel pleno de registros y absolutamente
protagonista, en una cinta en que Jasón es mera excusa para desarrollar la
tormentosa psicología del inagotable mito femenino helénico.