EL INDÓMITO CORAZÓN DE CLARICE

A finales de 1918 Ucrania vivió una oleada de pogromos contra sus sectores de población judía, una oleada de ferocidad sin precedentes, ejercida por soldados de todas las facciones, zaristas y soviéticas. Los frecuentes cambios en la ocupación militar y administrativa del territorio por las diferentes tropas en ningún momento sirvieron para relajar el conflicto, sino que se trató de una mera sucesión de abusos protagonizada por hombres con uniformes de color diverso. El procedimiento era bastante mecánico en su ejecución: primero, se requería a los judíos para que abastecieran con dinero, botas y carne a las tropas; cuando los recursos se terminaban y las exigencias no podían ser atendidas, se entraba en las casas, se expoliaba lo poco que pudiera haber de valor, se asesinaba a los varones y se violaba brutalmente a las mujeres y niñas. La violación se convirtió en un arma de terror sistemática, realizada siempre por grupos para infligir más dolor, y era habitual la amputación de miembros, la fractura de huesos, la introducción de objetos punzantes en los débiles cuerpos femeninos ultrajados.
Se cree que pudo ser en torno a 1919 cuando Mania Lispector tuvo visita de soldados zaristas. Una de sus hijas contaría muchos años después, haciendo una gran elipsis, que desde la ventana de la casa vio a su madre hundida en la nieve, suplicando a los pies de los soldados. Mania sobrevivió a la agresión, pero quedó afectada por una sífilis que le produjo sufrimiento constante hasta llevarla definitivamente a la muerte, diez años más tarde. A falta de inyecciones de penicilina, a Mania le recomendaron un embarazo para intentar ahuyentar la penosa enfermedad. Así nació en 1920 la pequeña Chaiya, como supersticioso y fracasado antídoto contra el horror de la guerra y la exclusión. La familia Lispector había iniciado meses antes una larga huida, con breve escala en Rumanía para el parto de la nueva niña, y acabó desembocando en Brasil. En el país carioca todos cambiaron sus nombres para adaptarse mejor al nuevo medio, y Chaiya se convirtió en la brasileña Clarice para siempre; ni siquiera cuando, años más tarde, tuvo oportunidad de volver a Ucrania quiso hacerlo.
Esta llegada a un mundo genéticamente hostil hubo de ser determinante en la obra de Clarice Lispector. A la sensación siempre presente en la escritora de ser un milagro irrealizado, una pasión inútil que no logró el objetivo redentor materno –Clarice misma admitió su irracional sentimiento de culpabilidad en este sentido–, se suma la necesidad de reafirmar la figura femenina en un entorno ingrato y, con ella, de ahondar en las raíces de su lenguaje, de sus posibilidades de comunicación, de los vericuetos del nombrar. Clarice Lispector empezó bien temprano a urdir fábulas asfixiantes y, poco después, con tan solo 20 años publicó su primera gran novela: Cerca del corazón salvaje, magnética historia de una joven –en algunos aspectos trasunto de la propia autora– que se abre paso a dentelladas desde la infancia a la edad adulta, superando los escollos de la incomunicación, la soledad, la pérdida y la feminidad.
Al poco tiempo, la escritora contrae matrimonio con un diplomático con el que viajará por medio mundo. Sin embargo, nunca llegó a sentirse a gusto con tanta mudanza ni tampoco en el mundillo banal de consulados y embajadas: procuró ser útil como enfermera en los años de la Segunda Guerra Mundial y puso por escrito en muchas de sus obras su incomodidad ante la exhibición de privilegios sociales; tampoco nunca fue proclive a conceder entrevistas ni hablar en público sobre su incesante actividad literaria y periodística.
«No es una mujer, es una pantera», dijo de ella Rosa Chacel cuando la conoció. Seguramente Chacel se refería a su aspecto sofisticado y exótico, a su rostro de arqueadas cejas infinitas, labios de cine y pómulos cincelados a conciencia, pero también a su prosa fascinante y tortuosa que supo perfilar la complejidad de la mujer contemporánea de un modo que jamás en la literatura de Brasil, ni en lengua portuguesa, se había atisbado. Clarice Lispector marca un antes y un después, traza una conexión intercontinental con el estilo y la temática de Franz Kafka y Virginia Woolf en un contexto áspero y absolutamente insospechado.
En 1966, leyendo y fumando en su dormitorio, las sábanas de su cama se incendian. Lispector sufrió importantes quemaduras en todo su cuerpo y pasó varios meses hospitalizada; estuvo incluso a punto de perder su mano derecha. Tras aquel incidente su ánimo se resintió notablemente, pero no por ello dejó de escribir, traducir e impartir conferencias. Continuó aferrada a su eterna máquina de escribir hasta que el cáncer puso fin a su vida con apenas 56 años. Pocos meses antes había publicado su última novela, La hora de la estrella, texto bellísimo, breve e introspectivo que prefigura la llegada de la muerte a su intenso y proceloso corazón.

PARA ESPIAR

Clarice Lispector: La hora de la estrella. Siruela, 2001. 81 páginas.

Última novela que Lispector vio publicada, y que quizá constituye el mejor volumen para acercarse inicialmente a su obra. A pesar de su brevedad, La hora de la estrella hace gala de una estructura compleja y de un lenguaje magnético. Hay muchos rasgos de la autora en la humilde Macabea –«inocencia herida, miseria anónima»–, desconcertada nordestina procedente del modesto pueblo de Recife, adonde Clarice Lispector llegó por primera vez cuando pisó Brasil en su niñez de emigrante precoz. La novela constituye un descarnado retrato social del país carioca pero también un desafío a las reglas más convencionales de la novela. Una pequeña joya.


Laura Freixas: Ladrona de rosas. Clarice Lispector: una genialidad insoportable. La esfera de los libros, 2010. 296 páginas.

Freixas traza una biografía peculiar, completa y atractiva –aunque no incuestionable– de Clarice Lispector, una autora a la que lleva dedicados varios años de lectura e investigación. Aparte de sintetizar otras buenas publicaciones extranjeras preexistentes, este libro tiene la virtud de engarzar en su discurso sobre la escritora fragmentos de sus obras y de algunos de sus más lúcidos críticos. Con ello, Freixas logra sortear el presupuesto que muchos lectores pretenden mantener: la necesidad de la separación entre la vida y la obra del artista (un presupuesto que resulta, dicho sea de paso, absolutamente insostenible).