El
Ricardo III de Shakespeare es una
obra temprana en la producción del bardo, que no por esta circunstancia debe
considerarse con condescendencia. Se trata de un texto largo, difícil por su
trama (muchos personajes, compleja genealogía, escenarios diversos) y refinadísimo
en su forma, puesta al servicio de la construcción maestra de un rey tan
aborrecible como perverso y fascinante a la vez. Por estos motivos montar un Ricardo III es siempre un reto tan
grande o incluso mayor que abordar las obras más conocidas del dramaturgo de
Stratford.
Este
fin de semana hemos podido ver en la Sala Argenta del Palacio de Festivales la
propuesta dirigida por Eduardo Vasco, según versión de Yolanda Pallín. No deja
de sorprender que Vasco haya promocionado repetidamente el montaje apelando con
énfasis al texto cuando nos hemos encontrado con un Shakespeare al que parecen
haber afectado duramente los recortes: a fuerza de adelgazar, la tragedia se ha
quedado en una caricaturesca y desmadejada sucesión de asesinatos orquestados
por un Ricardo que apenas sabe lo que hace (tampoco nosotros), porque ni
siquiera tiene tiempo para planear sus desmanes. Lamentablemente, las páginas
que se hurtan a la trama se sustituyen por unas intervenciones «musicales» que
nada aportan, sobre todo en su manifestación coral, con un soso estribillo
recurrente, y que resultan reiterativas e insustanciales. Estas intervenciones,
por otra parte, inciden en el peculiar enfoque que se ha querido imprimir a la
tragedia, que no es otro que un extraño sentido de lo cómico que, por su
globalidad, resulta muy ajeno al ‘Ricardo
III’ que el Cisne concibió.
En
la parte interpretativa, destaca con mucho sobre el resto del elenco Arturo
Querejeta, que trabaja denodadamente aunque no logramos creernos su Ricardo;
algo que, por otro lado, no es responsabilidad suya, sino del director,
empeñado en restar sutileza y emoción a la obra. Estos «lunares» se acentúan
con una presentación excesivamente «declamatoria» del texto, que no permite a
los actores adueñarse de sus personajes ni trasladarnos la obra. Por lo demás,
hay errores conceptuales de bulto: que la célebre escena de la batalla de
Bosworth se ventile con Ricardo oculto al respetable y gritando «Mi reino por un
caballo» detrás de unos baúles apilados no es de recibo, como tampoco lo es la
alteración del final original.
En suma, un Ricardo III que no logran salvar ni
Arturo Querejeta, ni la buena iluminación de Miguel Ángel Camacho ni los muy
discutibles figurines de Lorenzo Caprile.