SOLEDAD DEL CAZADOR DE FONDO

Desde una perspectiva cinematográfica, los años 50 y 60 en Estados Unidos constituyen décadas doradas, pobladas de arquetipos masculinos y femeninos que han marcado el ideario de varias generaciones posteriores, y que aún hoy siguen suscitando no solo admiración, sino también una suerte de fallida nostalgia según la cual todo tiempo pasado, preferiblemente en blanco y negro, fue mejor. Es obvio que hay muchas películas que desmienten esa plácida y generalizada ficción, pero sin duda es en la literatura donde encontramos un acercamiento menos edulcorado a la compleja, conflictiva y hasta violenta realidad de la Norteamérica de tales años, en la que era frecuente encontrarse con hombres que malvivían con graves amputaciones físicas y morales tras la guerra, con amplios sectores de la población en paro o con empleo muy precario, con irresolubles problemas de integración racial, con elevadísimos niveles de delincuencia, con alarmantes diferencias sociales; son años de palizas indiscriminadas en los callejones, de salvajes índices de consumo etílico, de cruces del Ku Klux Klan ardiendo en las noches calurosas, del auge del electroshock, de marginación del diferente y del enfermo, de soterrada represión sexual. 
Carson McCullers formaba íntima parte de ese ambiente sudoroso y cínico, de ese restrictivo Sur que forjó la voz de algunos de los mejores escritores norteamericanos del siglo XX. Ella misma fue haz y envés de su moneda, fue hombre y mujer, fue delicada y cruel, fue débil y resuelta, fue pluma y música, fue alcohol y cigarrillos, fue enferma y lucha, fue amor y odio, fue denuncia y víctima, fue rebelión y deseo, fue seducción y antipatía, fue acusación y mentira. Fue un ángel y un demonio, dijo Arnold Saint Subber. Robert Walden se quedó con uno solo de sus rostros: según él, era «una perra», a secas; Walden fue uno de los muchos hombres que irracionalmente la odiaron por no ceñirse al canon que de ella cabía esperar. 
Tras unas vestimentas andróginas y el confuso nombre de Carson McCullers —en realidad, Carson era su apellido paterno y McCullers el de casada— se alojaba Lula, en buscado y constante flirteo con la masculinidad en un mundo muy difícil para las mujeres. Lula amaba el piano, el baile y la escritura, pero el reumatismo articular degenerativo que se cebó en ella bien temprano, ya desde la adolescencia, le señaló la palabra como único camino posible; eso sí, con un bastón, una botella y un cigarro a modo de perpetuos compañeros. En Nueva York se hizo también con un marido ingenioso aunque irritado y celoso hacia el reconocimiento literario de su esposa, con el que llegó a casarse dos veces y a quien conservó entre devaneo y devaneo —sin temer aspirar al sexo ambiguo con escritoras como Annemarie Schwarzenbach, Erika Mann o Katherine Anne Porter— hasta que él optó por suicidarse. 
Carson McCullers, procedente de una familia sureña acomodada y decadente, se especializó en la «inmundicia» reprimida, violenta y deforme de su entorno, colocando en el centro mismo de sus novelas a los marginados, a los homosexuales, a los jorobados, a los negros, a los sordos, a los obreros, a los alcohólicos, a los dementes; todos ellos desamparados en un escenario de violencia irreprimible y de sexualidad abyecta. La escritora no tardó en ser amenazada por el Ku Klux Klan. Su prosa es turbadora, directa y contundente, y no está exenta de referencias autobiográficas que cincela mediante la construcción de personajes torturados y zarandeados por una sociedad hostil, a los que exhibe sin pudor bajo el halo de las «iluminaciones»: ese modo visionario de hilar páginas que ella misma identifica, que parece heredado de Rimbaud, y cuyos ecos aún hoy percibimos en los libros de Joyce Carol Oates. Comparada habitualmente con William Faulkner por su prosa y con Diane Arbus por su imaginería, Carson McCullers —devota admiradora de Proust y de su inmortal perfeccionismo— está en realidad tan lejos del ruido y la furia como Vivian Maier pudo estarlo de la salvaje Arbus. 
Carson McCullers pisó psiquiátricos donde le pronosticaron el daño que le hacía escribir, se sentó en silla de ruedas cuando el bastón ya no la sostenía, se semihundió en una bañera para cortarse las venas, se tumbó en camillas de quirófano para recuperarse de su aborto y extirpar su pertinaz cáncer de mama, y se quedó dormida al fin, tras un ataque cerebral que la llevó al coma, por un fallo decisivo de su atribulado corazón. 
En estos días se cumplen cien años del nacimiento y cincuenta de la muerte de la escritora norteamericana, que desde Seix Barral se han querido conmemorar con una cuidada reedición de sus obras más señeras. Por el momento han aparecido La balada del café triste y Reflejos en un ojo dorado, aunque a lo largo de la primavera se publicarán también Reloj sin manecillas y El corazón es un cazador solitario. Todas ellas presentan bellas y sugerentes cubiertas de la siempre sutil ilustradora cántabra Sara Morante, y textos introductorios que redondean la lectura; en el caso de Reflejos en un ojo dorado se han rescatado también como epílogo unas páginas de Tennessee Williams —otro de los damnificados del llamado «gótico sureño». Carson McCullers, solitaria y desamparada cazadora a la que ningún dolor fue ajeno, regresa de su sueño para recordarnos que la brutalidad no está tan lejos de nuestras dulces casas.

DOS LIBROS PARA ESPIAR: 


Carson McCullers: Iluminación y fulgor nocturno: autobiografía inacabada. Seix Barral, 2001. 256 páginas. 

Clarificadora autobiografía dictada —físicamente estaba impedida para escribirla— por la propia autora. El volumen se articula en dos secciones: la primera de ellas, «Iluminación y fulgor nocturno», recoge el material autobiográfico; la segunda, «Correspondencia», recoge las misivas intercambiadas con su marido, Reeves McCullers, durante la Segunda Guerra Mundial. Además cuenta con dos pequeños apartados cronológicos y biográficos y una introducción a cargo del editor, C.L.Dews. El volumen también incluye una extensa colección de fotografías que ilustran la vida de la autora. 


Carson McCullers: Reflejos en un ojo dorado. Ilustrado por Sara Morante. Epílogo de Tennessee Williams. Seix Barral, 2017. 144 páginas. 

En el ambiente enclaustrado de una aislada base militar, un precipitado de tensiones internas desemboca en una muerte violenta. Novela de prosa rabiosa y lúcida, es mucho más que la historia de un crimen: es un microcosmos brutal, el espejo de los fantasmas interiores que pueblan la mente de sus personajes, y una de las entregas más perfectas de McCullers, que además inspiró la clásica adaptación cinematográfica dirigida por John Huston, con Marlon Brando y Elizabeth Taylor en los papeles principales. Un título esencial de la narrativa norteamericana contemporánea.