EL POETA ABANDONADO POR SUS LARES

Lautaro es una pequeña ciudad chilena de apenas 36.000 habitantes, que debe su nombre precisamente a Lautaro, un líder y estratega mapuche del siglo XVI, famoso por sus hazañas en la Guerra de Arauco; una Guerra ancestral que a los españoles nos legó una grandiosa epopeya del poeta virreinal Alonso de Ercilla: La Araucana. En la comuna de Lautaro, fundada en 1881, tiene un importante peso la tradición indígena en sus manifestaciones culturales y lingüísticas. Lautaro tiene algo de Edén, de lugar sánscrito, de jardín perdido, de frontera, de viejo hogar de cansados lares y penates. Así es y así lo vio y vivió Jorge Teillier, singular poeta chileno de ascendencia francesa al que hay que rastrear con entregada dedicación para conseguir recalar en su poesía transida de claridad y sin embargo no ajena al misterio. 
La infancia y la adolescencia en su pequeña ciudad persiguieron a Teillier durante gran parte de su vida, en su memoria y en sus poemas: la cultura mapuche, el contacto estrecho con la naturaleza, sus lecturas incesantes, el acercamiento a autores europeos como Fourier, Stevenson, Verne o el ideológicamente controvertido Hamsun, el remoto dolor kilométrico de la Segunda Guerra Mundial. Después vendrían otras persecuciones y otros duelos para el escritor: ya cercano a la cuarentena, la ferocidad de la vergonzante dictadura de Pinochet obligó al exilio a la familia Teillier, de significado compromiso con la izquierda, y el poeta se quedó completamente solo en un lugar ajeno y devastado por el terror, del que se aisló emocionalmente y que le llevó a acompañarse de un amigo boxeador que le hacía las veces de guardaespaldas. Aunque ya la bebida le venía tentando con anterioridad, la estrecha vivencia del cerco militar acentuó su adicción, no solo por el alcohol en sí, sino también por lo que suponía de liberación intelectual la reunión en determinados locales de «mal vivir» con amigos de pensamiento afín, contrarios a las monstruosidades del régimen. En particular, el bar La Unión Chica se transformó en acogedor punto de encuentro para Teillier y otros poetas y escritores, y fue uno de los escasos locales que sobrevivió a la represión militar. De esa experiencia «de barra» nació un cuaderno de actas y, posteriormente, la antología Nueva York 11, que reunía a los asistentes a aquellas etílicas tertulias literarias, y que Teillier recordaba en estos términos: «Somos privilegiados. Son veinte para las seis de la tarde y estamos aquí en un bar conversando hace tres horas. Sin prisa, sin necesitar nada más que un pequeño estímulo intelectual. No va a haber otros como nosotros en unos años más en Chile. Esto es una aristocracia». Del espanto pinochetista surgirá el que probablemente sea uno de los libros más admirables y desencantados del poeta: Para un pueblo fantasma (1978). 
No deja de resultar sorprendente la limpieza iluminada de la poesía de Teillier teniendo en cuenta sus más sólidos referentes literarios adultos, en su mayoría de obra tormentosa y atormentada biografía: Hölderlin, Rilke, Esenin, Trakl, Char, Cendrars, Milosz, Dylan Thomas… El hogar entrañable, lo rural, la infancia provinciana, el tiempo demorado, fueron los refugios estéticos que Teillier adoptó en un primer momento, y sobre los que asentó su poesía, que daría en llamarse «lárica», esto es, de referencia a los lares ancestrales, anclados en un locus amoenus regado con primor en su entelequia. En ese lugar apacible e idealizado encontraban acomodo Pink Floyd y Elvis Presley, se paseaba su gato Pedro o se escribían cartas que jamás se enviaban al correo. Ese lugar acabó por tener presencia real y nombre cierto —el Molino del Ingenio—, y se localizó precisamente en un antiguo molino de madera apartado de la civilización; allí residió Teillier durante la última década de su vida, filtrando litros de whisky en la acequia de su hígado, reventado al fin por una cirrosis galopante, en un ciclo imparable solo interrumpido por sus expediciones al psiquiátrico. Ese hogar, no obstante, fue ensombreciéndose progresivamente, a medida que anidaba con fuerza el desánimo, la soledad, la enfermedad… la inevitable y fatal tragedia de los lares. 
El poeta que amaba Madrid y el Escorial, el escritor de memoria prodigiosa e infatigable capacidad lectora, el hombre de ojos abrasados, nunca se engañó, a pesar de haber intentado desde la literatura reconstruir el Paraíso. Él mismo se autorretrató con aspereza en uno de sus más descarnados poemas, «Pequeña confesión»: «Sí, es cierto, gasté mis codos en todos los mesones. / Me amaron las doncellas y preferí a las putas. / Tal vez nunca debiera haber dejado / el país de techos de zinc y cercos de madera. / […] / Todo lo que se diga de mí es verdadero / Y la verdad es que no me importa mucho. / Me importa soñar con caminos de barro / y gastar mis codos en todos los mesones. / Es mejor morir de vino que de tedio / Sin pensar que pueda haber nuevas cosechas. / Da lo mismo que las amadas vayan de mano en mano / cuando se gastan los codos en todos los mesones. / Tal vez nunca debí salir del pueblo / donde cualquiera puede ser mi amigo. / Donde crecen mis iniciales grabadas / en el árbol de la tumba de mi hermana». 

UN LIBRO PARA ESPIAR 


Jorge Teillier: El árbol de la memoria. Antología poética a cargo de Niall Binns. Ediciones Huerga y Fierro, 2000, 175 páginas. 
La mejor y más completa muestra de la poesía de Teillier publicada en España se reúne en este volumen de Huerga y Fierro, en su colección Signos, prologada de manera excelente por el profesor y poeta Nial Binns. El árbol de la memoria reúne poemas del libro de su mismo nombre, pero en realidad abarca una selección de toda su obra desde Para ángeles y gorriones (1956) hasta Hotel nube (1996). En este recorrido cronológico se aprecia la dialéctica que domina en la obra de Teillier: su aspiración idealizada al paisaje de la infancia y la progresiva demolición de cualquier esperanza de alcanzarlo.