Cuando
Anne Sexton murió no parecía tener 45 años. Su existencia se había deslizado
demasiado prieta, demasiado al límite, demasiado intensamente, y su rostro
tenía la expresión desafiante aunque cansada de quien lo ha visto todo. Buscó
su muerte con ferocidad y extravagancia, dos de las constantes que habían
regido su vida: envuelta en una piel extraña —un antiguo abrigo de su madre,
esa herida tan mal cicatrizada—, aferrada a un vaso de vodka —tal vez para
sedar la impertinencia del espanto— y sentada en su Ford rojo, desde cuyo gas
se adormeció, como se había adormecido tantas veces por efecto de la medicación
aterradora que imperaba en los experimentales tratamientos psiquiátricos de los
años 50 y 60.
No
podemos saber qué pasó por su cabeza en el momento de partir, con quién hizo
las paces o a quién maldijo definitivamente. Sí sabemos que su guía espiritual
fue siempre su metralleta de agujas de metal, que no le dio tregua desde que le
mostró pulsación a pulsación —su seco sonido como de tiro a bocajarro— el recio
camino de la poesía. Así se lo recriminó con rencor un sacerdote de quien la
Sexton reclamó redención telefónica en una de sus demoledoras depresiones: la
Iglesia no podía acoger ni consolar a «aquella cuyo Dios era una máquina de
escribir».
Anne
nunca hizo bien lo que la americanidad de pro esperaba de ella, hermosa y
elegante mujer de clase alta: no supo gestionar su niñez y se llevó su fantasma
hasta su edad adulta; no encontró amparo en el precipitado matrimonio con que
se alejó de los estudios —algo que siempre lamentó y combatió con infatigables
sesiones lectoras y una declarada devoción por los monstruos de la literatura
clásica (Dostoievski, Mann, Rilke, Kafka…)—; no supo conservar a sus hijos —le fue
retirada la custodia en uno de sus múltiples ingresos al psiquiátrico— ni quiso
conservar a su marido, de quien acabó por divorciarse; su vida fue un cóctel de
alta graduación en el que se mezclaban relaciones pasajeras, crisis frecuentes,
amistades sólidas y un perdurable amor: la escritura. Ella misma lo definió con
precisión quirúrgica: «Yo estaba
intentando lo imposible por vivir una vida tradicional. Pero no se pueden
construir pequeñas cercas blancas para alejar las pesadillas».
La poesía le fue dada a Anne Sexton en el pozo.
Uno de sus médicos le recomendó escribir como terapia, como exorcismo. Sin
sospecharlo, estaba insuflando aliento a una de las mayores poetas de la
literatura norteamericana. Sexton comenzó a acudir a talleres con el poeta John
Holmes, que estuvo apoyándola hasta que empezó a asustarse de aquel fastuoso
animal poético e intentó, en un acto muy masculino, disuadirla de escribir, o
al menos de escribir de aquel modo; Sexton le respondió con una provocadora
dedicatoria de hija rebelde contra el padre constrictor. Entre tanto, la crítica
daba bandazos ante aquella poesía que les removía los esquemas; ante el
fenómeno que conquistó inmediatamente al New Yorker, al Harper’s Magazine,
al Saturday Review; ante aquella insolente niña bien de veintisiete años que,
enfundada en su traje impecable, se revolcaba entre las vísceras. Ya en los
años 60, Sexton se relacionó estrechamente con otros poetas: Robert Lowell,
Sylvia Plath, su gran amiga Maxine Kumin. Para entonces había publicado los
libros Al manicomio y casi de vuelta (1960) y Todos mis seres queridos (1962). La consagración definitiva le llega con la concesión del Pulitzer por
su poemario Vive o muere (1966). Todos estos títulos la hicieron acreedora de
la etiqueta de «poeta confesional», un tanto en la línea de Plath —a cuya
muerte dedica un espléndido, rabioso y cómplice poema—, aunque Sexton siempre
exhibió mayor fiereza en la expresión; esas sus «confesiones» sobre los tabúes de la
familia, la muerte, el suicidio, el matrimonio y la feminidad —latigazos demasiado
radicales— le granjearon detractores y admiradores por igual. Tras el Pulitzer
sobrevinieron sus propios talleres, sus clases en la Universidad de Boston, sus
lecturas insólitas —declamaba con voz poderosa mientras arrojaba sus zapatos a
los asistentes, a veces se hacía acompañar de un grupo de rock—, cuatro
doctorados honoris causa. En 1971 rompe convenciones con un libro
completamente diferente a su tono habitual: Transformaciones es una serie de
peculiares e irónicas adaptaciones —¿deconstrucciones?—de cuentos y personajes
de los hermanos Grimm: un ataque frontal a la inocencia. El libro tuvo serios
problemas para ver la luz y, contra el pronóstico de su atemorizado editor,
acabó por convertirse en el gran éxito poético de Sexton. Después, ya en la
antesala del final, aparecerían El libro de la locura (1972) y el premonitorio Los cuadernos
de la muerte (1974).
Anne Sexton libró sin miedo sus batallas por
escrito, y en sus páginas con entrega y fragilidad se desmembró. Ella misma encarnó su último poema, tendida sobre un coche como lo que siempre fue: una salvaje
pantera acorralada desafiando con zarpazos a la muerte.
PARA ESPIAR: UN
LIBRO
Anne
Sexton. Poesía completa. Traducción, introducción y notas de José Luis Reina
Palazón. Prólogo de Maxine Kumin. Linteo, 2013. 939 páginas.
Después de múltiples entregas fraccionadas
de la obra de Anne Sexton en dispersas editoriales, la editorial Linteo, dentro
de su colección de poesía dirigida por Antonio Colinas, recopila la obra
completa de la poeta estadounidense en un volumen de casi mil páginas que debe
degustarse con tiempo, menos por su extensión que por su intensidad. Se trata
de un excelente volumen con una titánica traducción de Reina Palazón, que
ofrece además a pie de página los poemas originales. El traductor es también
responsable de un texto introductorio que, aun resultando algo farragoso en
ocasiones, facilita una completa aproximación a la vida y obra de Sexton. El
volumen se completa con unas interesantes páginas testimoniales (no muy bien vertidas al castellano, todo hay que decirlo) de Maxine Kumin,
una de las grandes amigas de Sexton, con la que incluso publicó cuatro libros
infantiles.