LA REVOLUCIÓN DE CLAUDIO MONTEVERDI

Cuando se llega a Venecia, uno de los primeros e instintivos gestos del viajero es acercarse a Santa Maria dei Frari, penetrar en su cueva atestada de tesoros y buscar la capilla llamada «de los milaneses», donde se albergan los restos de Claudio Monteverdi. Tras una espectacular cancela, una sencilla lápida cincelada con su solo nombre y sus fechas de nacimiento y muerte en números romanos (IX·V·MDLXVII — XXIX·XI·MDCXLIII) reivindica la excepcional grandeza del maestro, frente a los descomunales mausoleos de Canova o Tiziano que también pueden contemplarse en el templo franciscano. Sobre la escueta losa del músico siempre hay rosas frescas: una o dos, cuya procedencia se ignora, pues los adustos vigías del templo no facilitan a los devotos peregrinos musicales fotografiar la tumba, mucho menos acceder a ella.
Mucho es lo que la música debe a Claudio, nacido en Cremona hace 450 años, en un tiempo en que la próspera ciudad de los violines estaba adscrita al Ducado de Milán, y este al Imperio Español, en la práctica desde 1535 y definitivamente tras el esencial Tratado de Cateau-Cambrésis de 1559, que prolongará el dominio español en el territorio hasta 1706. Claudio era hijo de cirujano, pero de cirujano modesto de la época, de los que reparaban males menores y extraían piezas dentales a los sufridos pacientes del siglo XVI. Claudio Monteverdi demostró bien temprano su inclinación a la música, destacando con su voz en el coro de la catedral y también por su habilidad en diferentes instrumentos, y desde el primer momento entendió que ese era su camino natural; por fortuna, su padre no le contradijo y le apoyó en la toma de clases particulares que pulieron su extraordinaria genialidad. De esa precoz época, con apenas veinte años de edad, surgieron los dos primeros libros de su serie de maravillosos madrigales a cinco voces, sujetos aún a la prima prattica (polifonía renacentista), pero ya con algunas innovaciones y audacias formales que en seguida llamaron la atención: nuevos temas (el amor, la naturaleza desde una perspectiva contemplativa y sentimental), inspiración poética (composiciones de Torquato Tasso), empleo de un estilo recitativo y disonancias. Para entonces ya estaba instalado como violista y compositor en Mantua, en la corte de los Gonzaga, por mediación de la influencia de un aristócrata milanés. Allí conoció a la que sería su única esposa, la cantante Claudia Cattaneo, que falleció de modo prematuro y tal vez espoleó la creación de algunos de los pasajes más bellos de la ópera La fábula de Orfeo, alumbrada en 1607, y que con razón puede considerarse la primera ópera de la historia de la música, tras los «ensayos de aproximación» que habían constituido las obras previas de compositores como Peri y Caccini. Es el inicio de una intensa exploración del género en unos dieciocho títulos, de los que conservamos tan solo tres —el mencionado Orfeo más La coronación de Popea y El retorno de Ulises a la patria—, y de estos el tercero, datado en torno al año mismo de la muerte de Monteverdi, no cabe atribuirse íntegramente al cremonense.
Fallecido el Duque de Mantua, y también el maestro de capilla de la Basílica de San Marcos de Venecia, Monteverdi decide optar al puesto y, tras superar el arduo examen que le plantearon para otorgárselo, trasladarse a la Serenísima. En el viaje desde Mantua, camino a su nuevo destino, se produce un episodio que el músico recordará con frecuencia: el atraco que sufrió el carruaje por tres bandidos acompañados de perros, que incluso atacaron al compositor, dejándole sin blanca y con alguna marca en el rostro que parece persistir en los retratos que de él se conservan.
Ya en Venecia, las desgracias personales se siguen produciendo: su hijo Francesco cae en las redes de la peste y su otro hijo, Massimiliano, entregado al estudio de los astros, será detenido por la Inquisición. A cambio, la vida pública de Monteverdi será satisfactoria en lo económico como maestro de capilla de San Marcos durante treinta años y asimismo sacerdote en los últimos diez de su vida. Por supuesto, el genio de Cremona siguió componiendo maravillas: las suntuosas Vespro della Beata Vergine (1610), madrigales guerreros y amorosos (1638), la Selva morale e spirituale (1640)…
Únicamente la acusación de indignidad y robo formulada contra él por un cantante de la Basílica empañó fugazmente su fama pública; el compositor se sintió muy dolido con este ataque personal y recurrió a la protección de las autoridades venecianas. Domenico Aldegati fue el detractor y parece que, posteriormente, quien más lloró en público la muerte de Monteverdi en las fastuosas exequias que se le dedicaron, primero en San Marcos y después en Santa Maria dei Frari, con presencia del Dux, el Senado en pleno y una fervorosa multitud. Eran tiempos en que la gloria se alcanzaba con la belleza y no con la vulgaridad.

PARA ESPIAR:

Orfeo. Rinaldo Alessandrini. Concerto Italiano. 2 cd (audiolibro). Naïve. 2007.

En cualquier discoteca que se precie debe estar presente La fabula de Orfeo por su carácter iniciático de un género musical extraordinario: la ópera. El Orfeo es, además, una obra capital que incorpora una instrumentación poderosa pero sutil, y que subraya la teatralidad del libreto, sujetando la música al texto, aquí de obvia inspiración ovidiana. Con ella se abre la puerta al Barroco y un revolucionario modo de hacer música que perdurará y se admirará a lo largo de los siglos.
Existen múltiples grabaciones del Orfeo, pero la de Rinaldo Alessandrini es una de las más vivaces y redondas. Excelente criterio de dirección, buenos solistas —otras versiones flaquean precisamente en sus Orfeos— y fantástica instrumentación, que se acompañan de una exquisita presentación.

Selva morale e spirituale. Gabriel Garrido. Ensemble Elyma. Petits Chanteurs de Saint-Marc. 4 cd. Ambronay. 2005.

Una absoluta maravilla en materia de música sacra con los más diversos tonos: desde los madrigales a partir de textos de Petrarca y Grillo, pasando por motetes, salmos e himnos marianos, hasta una bellísima misa para cuatro voces y bajo continuo y el Lamento de Arianna en versión latina (Pianto della Madonna). Una antología litúrgica de enorme belleza, sobrecogedora y emocionante, que recoge treinta años de composición del maestro en Venecia. El registro de Garrido es intenso y vibrante, con extraordinarios solistas (Auvity, Jaroussky…) y además es integral, pues hay otras grabaciones excelentes pero parciales (léase la de Lasserre en Zig-Zag).