EL HURACÁN TELEMANN

La genialidad conoce extrañas sendas. Si se piensa en nombres imprescindibles en la Historia de la Música, cualquiera citaría a Bach, Mozart, Beethoven, Brahms, Britten… pero nadie se acordaría de Telemann, considerado músico discreto. Curiosamente, en vida del compositor, su fama era más que notable y en nada envidiaba —más bien al contrario— la suerte de sus coetáneos Bach y Handel. Con ellos compartió tiempo de vida, una prudente admiración recíproca y graves problemas de visión. Pero sin duda, con la perspectiva de los años —en el presente se cumplen 250 de su muerte—, es innegable que Telemann gozaba de un talento muy sobresaliente, que realizó relevantes aportaciones y que desarrolló una intensísima y novedosa actividad paralela a lo estrictamente musical, sin olvidar su cuantioso legado compositivo.
Magdeburgo —la ciudad que acogió la primera catedral gótica alemana, sede imperial y escenario de belleza y destrucción superlativas— vio nacer en la primavera de 1681 al pequeño Georg Philip Telemann. El niño pronto quedaría huérfano de padre y al cuidado de su madre, una mujer culta pero pragmática, propietaria de una cervecería, que deseaba un futuro estable y próspero para su hijo. En tal pretensión la música no tenía cabida, y sin embargo quiso Fortuna que el pequeño Telemann despuntara precisamente en ella. Parece, en efecto, que la viuda requisó a su hijo de diez años todos los instrumentos que tocaba, que no eran pocos, y lo envió a estudiar a un centro alejado de maléficas inducciones musicales. Sin embargo, la innata aptitud del niño era tal que pronto su nuevo profesor la descubrió y apreció y, contrariando los propósitos maternos, apoyó y reforzó la formación del chico, sin sospechar que no solo le estaba encaminando hacia un sólido porvenir, sino también poniéndolo en el punto de mira de la admiración de sus coetáneos y en el camino de la fama póstuma. Seguramente no es casualidad que el pequeño Georg Philip compusiera con tan solo doce años una ópera sobre La vida es sueño, con sus ojos fijos en el príncipe Segismundo como simbólica aspiración de libertad.
Ya con veinte años, el joven Telemann se traslada a Leipzig a estudiar Derecho, a instancias de su madre. Los buenos propósitos pronto se disuelven: traba amistad con Handel —que además le enviará rarezas botánicas desde Londres para su colección—, funda el Collegium Musicum y su música se empieza a reconocer con su nombramiento como organista de la Neue Kirche —con el consiguiente rebote de Kuhnau, el entonces «músico oficial», que llegará por pura envidia a acusarlo públicamente de ser un «mero compositor de óperas» para desprestigiarlo. Lo que Kuhnau no sabía es que Telemann era mucho más peligroso que un mero compositor de óperas: en realidad, era una esponja que absorbía todo tipo de «desaconsejables» influencias. Por ejemplo, durante su estancia inmediatamente posterior en Cracovia, al servicio del Conde Erdmann von Promnitz, descubrió unas melodías extrañas y adictivas —que calificó como de «bárbara belleza»— y un modo peculiar de tocar los instrumentos —del violín absolutamente pegado al cuerpo emanaba un timbre nunca oído— que le subyugaron, hasta el punto de afirmar que en solo ocho días de estancia junto a los músicos callejeros de Polonia se podía extraer inspiración para toda una vida. 
A partir de tan exóticas vivencias, y de sus viajes continuos, la imaginación y el entusiasmo de Telemann comenzaron a dispararse aún más. Bien instalado y pagado en Hamburgo, donde asumió la dirección de cinco iglesias y asimismo de la Ópera —con los consiguientes compromisos de composición—, creó una particularísima publicación que le convertirá en pionero del periodismo musical por entregas: Der Getreuer Musikmeister acogía obras propias y de muchos de sus contemporáneos (Handel, Zelenka, Keiser, Bonporti…) que a veces se fragmentaban en sucesivos números de la revista para secuestrar el interés de los lectores. En cuanto a sus propias obras, debieron de constituir auténticos greatest hits en su época: el músico, extraordinariamente inteligente y hábil, supo sintetizar el contrapunto alemán, el concierto italianizante y la suite francesa, formas que había ido asimilando en sus múltiples estancias europeas, haciendo primar la melodía y aflorando lo más instintivo de la música, logrando con ello cautivar a todos los públicos.
Telemann también acometió una autobiografía de la que se conservan solamente las primeras páginas; su mutilación no nos ha permitido poder conocer de primera mano su percepción de la pérdida de su primera esposa al poco de casarse o su probable desolación por la muerte prematura de seis de sus ocho hijos; tampoco la vivencia de su progresiva ceguera y su repercusión en su trabajo musical. Del compositor de Magdeburgo conservamos sobre todo la contemplación de su escaparate público: su incansable producción de miles de piezas —muchas de ellas hoy perdidas—, su inesperado éxito en la exigente París, su talante innovador y generoso, su escritura de tratados teóricos… su soplo de huracán que desbarataba la perfecta peluca del barroco.

PARA ESPIAR


G.P.Telemann: Tafelmusik (Música de mesa). Freiburger Barockorchester. Petra Müllejans y Gottfried von der Goltz. Harmonia Mundi.

Atrevidas combinaciones de música camerística y orquestal en un conjunto cuajado de conciertos, cuartetos, tríos, sonatas, sinfonías… sorprendentes por su casi inverosímil variedad tímbrica e instrumental. Junto a las grabaciones de los MAK y de Musica Amphion hay que destacar este trabajo de los barrocos de Friburgo, que aportan una visión suave, dúctil, menos contrastada que la de los Köln, y sin embargo entregada y matizadísima, con una exquisitez llena de gracia que sabe equilibrar la presencia de Apolo y de Dionisos en una misma copa de buen vino.


G.P.Telemann: Brockes-Passion. Akademie für Alte Musik. RIAS Kammerchor. René Jacobs. Harmonia Mundi.

A partir de un apasionado texto litúrgico escrito por Bartholdus Brockes, concejal en Frankfurt, Handel y Telemann compitieron por traducirlo en música, y lo cierto es que el magdeburgués aventajó en este caso al Caro Sajón, con un oratorio muy efectista y subrayado en lo dramático. Esta grabación de Jacobs presenta un magnífico sexteto de voces solistas, un coro asombroso que protagoniza pasajes electrizantes y una orquesta de preciosos colores, precisa y vivaz. Un elenco de lujo para una Pasión profanamente seductora.